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sábado, 12 de mayo de 2012

RETROSPECCIÓN



A propósito del día de la madre, quería compartir con ustedes una experiencia que viví hace algunos meses:

La locación fue mi casa, y fue una experiencia chamánica que no tuvo nada de esotérica ni se limitó a simples alucinaciones sin mayor sentido… en absoluto. Fue algo mucho más serio e intenso de lo que imaginé y de lo que pude informarme, antes de tomar valor para emprender este maravilloso viaje por los insondables recodos de mi pasado que mi memoria racional nunca pudo mostrarme y cuyo registro desconocía.

Entrar en detalles de todo lo que sucedió durante ese trance sería innecesario y muy largo de contar. Me centraré solamente en lo que a la relación con mi infancia y mi madre –dada la fecha que celebramos-  se refiere:

Luego de una aterradora y relativamente prolongada sensación de angustia, muerte y desesperación… y que logró arrancarme gemidos y un intenso frío en las piernas… de pronto, sin previa transición y casi de golpe, empecé a sentir una sensación de infinita paz. De pronto me encontraba echado en una suerte de cama o Moisés  -de hecho que era algo así, porque tenía una baranda de color crema-  y en el límite de esas barandas, estaban apoyadas las manos de mi madre y de mi abuela materna. La sensación no era la típica sensación de un sueño ininteligible… no, para nada. En todo momento era consciente de quién era, de la edad que tenía y donde en realidad me encontraba en ese momento (esto, para aclarar que no se trata de algo parecido a un sueño, en ningún momento perdí mi percepción espacio temporal) 

El rostro de mi madre, era el rostro de cuando ella tenía aproximadamente veintidós o veintitrés años y vestía una blusa celeste de seda. El rostro de mi abuela, era también el mismo de aquella época y vestía un saco negro. La imagen de ambas era de una nitidez impresionante. Bueno, pero esta descripción del escenario en realidad fue lo de menos. La sonrisa de mi madre y de mi abuela eran plenas, totales, contagiosas, hermosas… y la sensación de amor  -de ellas hacia mí-  era indescriptible. 

Nunca, en toda mi vida, había sentido algo parecido… nunca. Aquella sensación de amor era impresionante, desbordante, excesiva, inenarrable… tanto así que, cualquier intento de descripción con palabras, en verdad resultaría insuficiente. Aquello era algo maravilloso. Yo nunca he tenido la menor duda de su gran amor por mí, pero lo que vi y sentí en aquel viaje fue francamente revelador. He llegado a dudar de mi capacidad de dar amor a partir de esa experiencia. Nunca en mi vida he podido sentir hacia ella  -o hacia otras personas que quiero o quise-  algo que se pueda comparar con esa sensación de receptor de amor. Para ser más claro, nunca he podido ‘dar’ amor, en la misma proporción que sentí ‘recibir’ en aquella experiencia retrospectiva, tanto así, que llegué a extrañar por varios días aquella sensación en mi cotidiano vivir en el mundo real.

Luego de pensar en todo ello, llegué a la penosa conclusión que,  la posibilidad de dar ese amor tan desbordante e ilimitado, nos había sido negado por la naturaleza a los varones.

MAURICIO ROZAS VALZ

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