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viernes, 3 de enero de 2014

FRANCESCA Y EL MUELLE






Una tarde de noviembre,  Simón tomó valor y decidió asistir a la presentación de la tercera novela de Francesca V.G., sin haber sido invitado formalmente, pues era su fiel lector y admirador, y se enteró por las redes sociales que ella presentaría su libro en un conocido bar que quedaba en el bohemio distrito de Barranco esa misma noche a partir de las 8 pm. Hacía meses que le hacía comentarios por diversos medios virtuales, pero de tres o cuatro escuetas respuestas no había pasado, así que decidió tomar valor, presentarse y acercarse a conocerla con el buen pretexto del autógrafo del libro.

Llegó puntual y a los diez minutos empezó la presentación, la cual fue un poco prolongada por el discurso del editor y de algunos escritores que estuvieron en el estrado. Simón estaba emocionado y Francesca creyó reconocer a su fan virtual por las fotos de sus perfiles y sus comentarios, no era difícil reconocer sus prominentes entradas y su nariz afilada. Pasaron las ceremonias y los discursos… y finalmente Simón se acercó a Francesca para que le firme el libro. No fue capaz de decirle nada, el tenerla tan cerca por primera vez lo intimidó. Solo alcanzó a decir: - Mi nombre es Simón. Dedícalo con mi nombre. Gracias. Francesca lo miró a los ojos, se sentó en una mesa y le escribió una dedicatoria más extensa de lo normal: 

    - Para Simón, mi ya no tan misterioso lector, quien sin siquiera imaginarlo me sacó más de una vez del hoyo de mis profundas crisis existenciales con sus generosos comentarios. Espero te guste este libro. Mi número es 514-659-186. Lima, nov 2012. Francesca V.G.

Simón no salía de su asombro, estaba realmente emocionado con la dedicatoria y, como para no arruinarlo  todo con algún comentario fuera de lugar -dada su emoción y el gentío-, decidió sensatamente despedirse en ese momento sin decir nada más que ‘muchas gracias’ y dándole un tímido beso en la mejilla. Tomó su libro y se marchó.

Llegando a casa, aproximadamente a las 10 pm., se puso a leer el libro con tanto entusiasmo que no paró hasta terminarlo cerca a las 6 am. Lo cerró y se quedó profundamente dormido, al punto que llegó a su trabajo como a las 10.30 am., justificándose con una indigestión que nadie le creyó. Pero bueno, la verdad es que si le creyeron o no, poco le importaba, aún no se le pasaba la emoción del día anterior.

Dejó pasar una semana para no dejar en evidencia su entusiasmo (que colindaba con la desesperación), por llamarla e invitarla a salir. Contaba los días y las horas hasta que el martes siguiente se decidió por fin a llamarla. Grande fue su frustración al no encontrar su respuesta luego de varios intentos. No quiso dejar mensaje y decidió esperar hasta el jueves. Nuevamente lo intentó y esta vez Francesca le contestó a la primera:

-      Aló, ¿quién habla?
-      Hola Francesca, soy Simón, ¿me recuerdas?
-      Ah… claro, Simón, mi lector, ¿cómo estás?
-      Aquí, un tanto nervioso, entenderás, no sé, la verdad que no se me ocurre qué decirte. Te estuve llamando el martes.
-      Ah… ¿fuiste tú? Mira pues, estuve todo el día en el gimnasio y siempre dejo el celular en el vestuario. Encontré catorce llamadas perdidas del mismo número, pero era muy tarde y además no suelo devolver llamadas de números que no conozco.
-      Sí, disculpa Francesca, esa fue una torpeza mía. Debí llamar máximo dos veces y dejar un mensaje. Pero bueno, no tengo la costumbre de dejar mensajes para ahorrarme ansiedades. Pues si no me contestan una llamada, no me molesta, pero si no me contestan un mensaje, sí. Jaja… espero entiendas.
-      La verdad que no entiendo mucho, creo que te complicas demasiado, pero bueno, cada quién tiene sus ideas.
-      Francesca, mira, la verdad es que no soy muy locuaz por teléfono; es más, soy bastante  torpe y ya casi que empiezo a tartamudear y enredarme, ¿crees que puedo invitarte un café mañana viernes? Salgo de trabajar a las 6pm y podría pasar por ti a las 8.30, ¿qué opinas?
-      Bueno, está bien, pero mejor a las 10.00, así me das tiempo. Mi dirección es: Av. Paseo de la Castellana 3902, interior 302.
-      ¡Listo! Estaré puntual. Un beso.
-      Ok. Te espero. Otro beso.

Simón estuvo puntual en la puerta de la casa de Francesca. A pesar de ser ya un hombre maduro, siempre los nervios lo traicionaban cuando salía o conocía a una mujer que le gustaba más de lo normal… y en este caso, Francesca le gustaba mucho más de lo normal y parecía un adolescente: su automóvil lucía recién encerado y estrenó un bléiser azul que había comprado hacía algunas semanas. Compró además una rosa rosada y envolvió en papel celofán verde una acuarela de un viejo muelle con unos algunos botes de pescadores. Aquel cuadro le gustó mucho la primera vez que lo vio en un anticuario, se quedó contemplándolo durante algunos minutos con gesto de pesar… felizmente no le costó mucho, pues no era de ningún pintor conocido y la firma era ilegible. Aquel cuadro era especial para él. Nunca lo colgó en ninguna pared, lo tenía guardado en un viejo baúl donde atesoraba toda clase de chucherías que para él significaban personajes y pasajes de su propia historia. No quería dejar pasar esa oportunidad para regalárselo a Francesca, pues aquel capítulo de su historia llevaba su nombre.

Francesca salió a su encuentro sin hacerse esperar mucho. Vestía casual, con pantalón y casaca de bluyín, zapatillas y su hermosa cabellera roja suelta. Él se sintió fuera de lugar, mientras la saludaba y le abría la puerta del automóvil, pensaba que debió tener en cuenta que se trataba de una escritora… y que los bohemios no suelen ser formales… y que fue un error ponerse pantalón de lino,  bléiser y mocasines nuevos; pero en fin, ya estaba hecho e igual no pensaba cambiar el lugar que había reservado: era un elegante bar recién inaugurado en una de las mejores zonas de la ciudad… y además, ella era Francesca V.G… y dónde fuera sería la estrella, vistiera como vistiera era una luz, era ella, su sueño hecho realidad. Francesca V.G., sentada en su automóvil… y quería lucirla y conversar al fin sentado frente a ella.

Llegaron al lugar, y ya desde la puerta y a causa del servicio de valet-parking, Francesca empezó a esbozar cierta sonrisa entre cómplice y burlona mientras miraba de reojo a Simón, quien se percató y se ruborizó un poco. Luego una guapa anfitriona los llevó hasta su mesa. Y al fin Simón pudo quitarse el saco y se fue a los servicios a secarse el sudor. Francesca estaba relajada y decidió romper el hielo para calmar los nervios de Simón:

-      Lindo sitio, Simón, me encanta y estoy muy contenta de conocerte. Tranquilízate, te noto algo nervioso. No me malinterpretes, suelo reír con facilidad ante situaciones como esta, ¿qué te parece si pedimos un trago para relajarnos?
-      Y… claro que sí, Francesca, para eso hemos venido. Digo… te dije un café, pero bueno, mejor un trago, ¿no? Yo quiero un chilcano clásico muy helado, ¿tú?
-      Uhmm… también un chilcano, sí, lo mismo. Bien helado.

Bebieron cinco chilcanos cada uno en el lapso de cuatro horas. Conversaron mucho. El alcohol los desinhibió. Él le conto algunas cosas de su ya algo extensa biografía, algunas de sus frustraciones y sus sueños truncos, algunos pasajes de su atribulada existencia y de su accidentada –y hasta graciosa y divertida- vida amorosa. Ella lo escuchaba con atención y también le contó algunas cosas un tanto perturbadoras que se quedaron dando botes en la mente de Simón; le dio algunos detalles de su sui generis vida amorosa con algunos sugestivos comentarios aderezados de sutil erotismo y a la vez mucha ternura. Hubo momentos en que ella soltó algunas lágrimas al contar algunas cosas, y otros que ambos rieron a carcajadas logrando llamar la atención de los demás comensales.

Conversaron hasta las 3 am., hasta que los botaron del local porque ya tenían que cerrar. Simón llevó a Francesca hasta su casa. No le importó el haber bebido alcohol en demasía; sus ganas de entregar la rosa rosada y el cuadro a Francesca pudieron más que su temor a que algo sucediera al conducir en ese estado.

Llegaron a la puerta de la casa de Francesca y se quedaron conversando dos horas más hasta que empezó a amanecer. Al momento en que ella bajaba del automóvil, él le entregó la rosa y el cuadro. La expresión de Francesca al ver la rosa fue de sorpresa, pero al desenvolver el cuadro del muelle… la sorpresa fue mayor, al punto de no poder contener algunas lágrimas manchadas de rímel que resbalaron por sus mejillas. Pasó las yemas de los dedos de su mano derecha por la superficie del cuadro como delineando el muelle… una y otra vez. Miraba el cuadro a contraluz y se secaba las lágrimas con el antebrazo. Trató de leer el nombre de la firma… dio un beso en los labios a Simón y bajó presurosa del auto. No dio tiempo a Simón de decir nada ni sugerir un próximo encuentro. Simón encendió su automóvil y arrancó avanzando muy despacio por aquella avenida llena de árboles y postes que aún no apagaban sus luces, mientras podía oír el trinar de los pájaros y alguna que otra chicharra de un coche panadero y todos los sonidos propios de los amaneceres.

Al día siguiente, Simón llamó a Francesca al final de la tarde sin obtener respuesta. Llamó algunas veces más durante la semana siguiente sin éxito. Decidió no llamar y esperar alguna llamada o señal de ella... pero eso no sucedió. El tiempo transcurrió y las semanas se hicieron meses y decidió ya no esperar nada y cerrar ese extraño capítulo que le dejaba un dolor sordo en el alma; un dolor de esos que no destruyen pero que ahí están siempre, como una suerte de bala incrustada en un hueso y que es imposible de extraer. Decidió también entonces no volver a seguir sus páginas ni nada que tenga que ver con ella ni con su carrera literaria.

Pasó poco más de un año, y una tarde de sábado Simón entró a su librería favorita para ver qué novedades había para comprar. Paseaba por una de las góndolas y la tapa de un libro le llamó mucho la atención. Reconoció inmediatamente la acuarela del viejo muelle que regaló Francesca. El libro se titulaba ‘El Muelle’ y está demás decir que la autora era Francesca V.G.
Abrió presuroso la tapa y el epígrafe decía:

A Simón y su viejo muelle, a nuestra breve historia que solo tuvo comienzo y que nunca tendrá final. A todas las historias que solo tuvieron comienzo y que nunca tendrán final.




MAURICIO ROZAS VALZ


jueves, 2 de enero de 2014

RALPHY









Estoy solo en el hotel. La tarde había sido muy soleada. Disfruté mucho de mi lectura en el café sueco. Recién despierto de una breve siesta, el calor no me dejaba dormir bien. Entonces suena el teléfono de mi habitación. Es ella. Me dice que se desocupará a las siete, que me espera a las nueve para cenar.

Me pongo a ver la TV abusando del control remoto, fumo un cigarrillo, me meto a la ducha, paso cincuenta minutos bajo el agua tibia. El agua me relaja, me refresca, estoy contento, estoy emocionado. Es la primera vez que me invita a su casa desde que llegué hace tres días. Anda muy ocupada. Me pongo el pantalón beige de verano que ella me escogió ayer por la tarde cuando dimos una vuelta por el centro, me pongo una camisa negra de rayas grises. La combinación no es mala, aunque temo que algo le disguste. En fin.

Son las ocho y treinta. Tomo un taxi en la puerta del hotel. Debo ser puntual, ella lo es, y mucho. Quiero que todo salga perfecto. Sudo de puro nervioso, he mojado un poco la camisa. Pido al taxista que regrese. Entro presuroso, cambio la camisa negra por una blanca, me seco antes el sudor y trato de serenarme. Tomo otro taxi, abro la ventana, enciendo un cigarrillo, el taxista me pide que lo apague… ni modo.

Llego a su casa. Son las nueve y tres minutos, he sido puntual. Subo por las escaleras hasta el ático en el piso cinco. Toco el timbre. Allí está ella, radiante, linda. Me mira sonriente con sus enormes ojos. Logra intimidarme su mirada penetrante, la abrazo, la beso en la mejilla, intento delicadamente rozar sus labios. Me hace el quite discretamente, sin molestarse. Es más, sonríe. Me invita a pasar. Sale el buen Ralphy. Recién lo conozco, es muy simpático, me mueve la cola, pero percibo en su mirada que está celoso. Teme ser destronado. Cuán equivocado está, amo a los perros, y a él con mayor razón, porque es el perro de ella. 

Ella viste un pantalón corto de jean, un polo azul de algodón y sandalias. Hace mucho calor. Recién me fijo en sus pies, son lindos, como ella. Me ofrece un vino rosé helado. Sabe que me gusta mucho. Ella se sirve uno blanco, me invita a sentarnos en su cómodo sofá morado. Por las ventanas entra una brisa tibia y un olor a mar delicioso. Bebemos algunas copas, ella pone un disco de Mecano que escogí de su gaveta. Se levanta, se va a la cocina. Regresa con unos bocadillos que saben muy bien. Se nota que le ha puesto empeño. Eso me alegra, me hace sentir importante, disfruto de cada bocado y de cada sorbo de vino. Charlamos de todo. 

Luego de unas copas, ella se ruboriza, hace mucho calor. Me pregunta si no me molesta que se ponga pijama, que quiere estar cómoda. Le digo que no. Aparte, no nos conocemos recién, ya tenemos cierto grado de confianza, la suficiente como para poder verla en pijama. Es más, la idea me seduce. La espero unos minutos. Su pijama es rojo, de una tela delgada y suave, sus hombros y sus brazos son perfectos. Ella se percata de mi libidinosa mirada, pero al parecer no le molesta. Mi mira con una sonrisa cómplice. Luego canturrea una canción de Mecano. Yo la sigo, también canturreo con ella. Luego subimos el volumen, el vino nos ha desinhibido un poco, cantamos los dos, subimos el tono, se nota que disfruta de todo ese ritual. Viene otra canción. Otra vez nos ponemos a cantar a gritos. Ella está feliz. Yo también. 

Luego se pone algo triste. Me cuenta cosas muy suyas. Yo le escucho muy atento, con mi pulgar derecho le seco algunas lágrimas. La abrazo, me abraza. Le cuento un chiste muy tonto, tan tonto que llega a ser gracioso y consigo hacerla reír. Luego yo le cuento mis cosas, algunas aventuras irresponsables de mi juventud. Ella se levanta, se lleva una mano a la cintura y con la otra me apunta con su dedo índice. Me riñe, me llama la atención, quiere enojarse pero no puede. Me dice que no es gracioso. Y yo la abrazo, la abrazo fuerte, y ella que se pone tiesa. Intenta zafarse no muy convencida, Ralphy me ladra. Eso me asusta, la suelto y volvemos a sentamos.

Bebemos la última copa. Ella se levanta nuevamente, yo la observo mientras camina dirigiéndose al estéreo…  la observo caminar y la deseo. Hubiera querido abrazarla… besarla. Me dice que es muy tarde, que nos veremos al día siguiente. Bajo los cinco pisos por la escalera. Tomo un taxi, abro la ventana, enciendo un cigarrillo. El taxista me pide que lo apague. Ni modo.





MAURICIO ROZAS VALZ