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miércoles, 5 de febrero de 2014

CECI







La dulce Cecilia nació en un hogar aparentemente normal. Era casi una niña cuando le conocí. Yo era mayor que ella, no tanto como para poder ser biológicamente su padre, pero la diferencia era muy notoria. Cuando nos hicimos amigos, me hablaba de sus padres muy orgullosa como cualquier chica normal. No podía imaginar que tras esas palabras se escondía una realidad totalmente diferente. 

Era hija única, y conforme nos fuimos conociendo, empezó a hacerse evidente para mí, que ya no era un chiquillo, lo disfuncional de su familia. Su padre era un hombre muy violento, y más de una vez lo vi a altas horas de la madrugada rodeado de prostitutas haciendo escándalo y protagonizando reyertas en plena calle. Su madre era casi un fantasma, casi nunca estaba en casa, y era muy poco, por no decir nada amorosa con ella. Se la pasaba en las iglesias y en grupos de oración todas las noches, los fines de semana y cuanto tiempo libre tenía.

Ceci entonces creció prácticamente sola. El único vínculo familiar más o menos sólido que tuvo fue con su abuela, quien a veces la recogía del colegio y se la llevaba a su casa; pero mucho no podía hacer, ya que trabajaba mucho, tenía una familia numerosa y una casa muy grande de que ocuparse. 

Poco a poco, nuestras conversaciones telefónicas se fueron haciendo más extensas. Nos pasábamos horas conversando. Así me fui enterando de toda la novela de horror que fue su vida desde que nació. A mí todo eso me enternecía y me asustaba, porque sin darme cuenta empecé a quererla demasiado y a necesitarla cada vez con mayor frecuencia. Bastaba un día que no la viese o por lo menos no hablara por teléfono con ella, para sentir que me devoraba un abismo de angustia. Era una combinación de instinto de protección paternal y de incontrolable atracción, ya que era muy bonita, su voz era muy suave, y ya tenía un cuerpo de mujer (Más de una vez pensé en huir de esa novela, y vaya que hice mis intentos, pero fueron en vano. Sabía que era terreno pantanoso, pero ya las arenas movedizas estaban a la altura de mi cuello).

Pasamos, como era de esperarse, de las llamadas a los encuentros a escondidas. No podía ser de otra manera. Yo era notoriamente mayor que ella, y además, su padre era muy violento, andaba siempre borracho y portaba pistola. Más de una vez ahuyentó con balazos al aire a sus jovenzuelos pretendientes. Era realmente suicida -además de punible- continuar con esa historia. En efecto, no duró mucho. No tardó en enterarse su madre, quien luego de golpearla salvajemente hasta dejarla inconsciente, la llevó de los pelos a comparecer ante tres sacerdotes de distintas parroquias a confesar sus pecados con lujo de detalles, y de paso satisfacer los oídos perversos y onanistas de estos despreciables señores, humillándola. Con un látigo en la mano la obligó a leer en voz alta las páginas más íntimas del diario que escribía desde muy niña, y que luego fue quemado sin piedad ante el llanto inconsolable de Ceci. (Conocí ese diario. Alguna vez me lo enseñó muy entusiasta, me dijo que si ella alguna vez muriese, me lo dejaría para que escribiera la novela de su vida. Era un cuaderno grueso empastado, forrado con papel lustre amarillo y un adhesivo con la figura de Candy).

Todo ese espantoso suceso me lo contó su mejor amiga. Ceci no me volvió a llamar. También me contó que la habían castigado por un mes sin salir de su dormitorio, que sólo podía ir al baño, y que incluso ingería sus alimentos dentro de sus cuatro paredes. Me contó también que lloraba desde que despertaba hasta que dormía, abrazando un pedazo de cartón quemado que quedó de la tapa de su diario. Yo me sentía culpable por su dolor, me sentía además desangrar ante la posibilidad de no poder verla ni escucharla más, impotente por no poder hacer nada para rescatarla de su presidio.

Fueron pasando las semanas, y no supe más de ella. Su mejor amiga tampoco quiso contarme nunca más nada. Al poco tiempo supe que la mandaron fuera del país sola, a casa de unos parientes lejanos. Luego yo también me mudé de ciudad. 

Pasaron un par de años y por diferentes personas me enteré de que regresó, y que al poco tiempo huyó de su casa para casarse con un muchacho que se había enamorado perdidamente de ella, que fueron muchas las veces que la maltrataron sus padres y que ya no soportó más. También supe que al poco tiempo le fue infiel a su joven esposo y que se había separado, que su vida se había vuelto un caos, y que cambiaba de novio continuamente, casi siempre por infidelidad.  

Fueron muchas las historias sórdidas y tristes que tuve que escuchar de ella. Todas y cada una de esas historias eran certeros flechazos incandescentes que me perforaban las entrañas. Traté algunas veces de defenderla inútilmente, otras ya no encontraba palabras, era un asunto que de por sí me debilitaba.

Luego de algunos años, supe que se casó por segunda vez. Para esto ya era una mujer. No volví a oír nada bueno ni malo de ella. Los moralistas buitres, las intachables arpías y las muy correctas gárgolas por fin la dejaron en paz.

Hace algunos meses, mientras leía sentado en el café, sentí una voz que pronunciaba mi nombre. Era ella, mejor dicho no, tenía su rostro y su voz, pero era otra persona. Llevaba una niña de unos cinco años y un niño de aproximadamente dos, uno en cada mano. Me saludó con un frío beso y tuvimos un muy breve diálogo que empezó con una pregunta suya:

-      ¿Te casaste?
-      No, veo que tú sí.
-      Sí, y bueno, ¿ya deberías no?
-      Quizás, no lo sé
-      Bueno, me tengo que ir, fue un gusto verte
-      También para mí.

Nos dimos un beso y se despidió. Se fue caminando presurosa con sus niños de la mano. Poco a poco se iba alejando sin volver la vista atrás y su larga cabellera rubia se bamboleaba al compás de las de sus niños. La niña volteaba a cada paso sonriendo y mirándome a los ojos. Tenía la mirada de Cecilia. Era ella.


MAURICIO ROZAS VALZ


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