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domingo, 20 de enero de 2013

LA CUCHARITA







Tenían cuarenta y nueve años de casados. En pocas semanas cumplirían sus esperadas (por sus hijos, por ella no mucho y por él menos) Bodas de Oro. Se casaron cuando él tenía veinticinco años y ella veinte, ambos muy enamorados y seguros de que envejecerían juntos, profecía que se cumpliría, pero no calcularon bien a qué precio.

Ella odiaba todo, absolutamente todo lo que él hacía. Odiaba los periódicos y las revistas, todos, justamente porque él tenía el hábito de comprar todos los diarios que circulaban en la ciudad y todos los semanarios y mensuarios que salieran a circulación. Tenía además la costumbre de guardarlos todos por orden de fecha. Logró formar una hemeroteca personal muy bien surtida, sin embargo, ella se encargaba de botarle a la basura algunos números y precisamente los que ella veía que a él le causaban particular interés. Él no entendía el porqué de todo eso, si la casa era lo suficientemente grande como para no causar incomodidad a nadie y no les faltaba dinero como para que se piense que su afición podría perjudicar la economía familiar.

Fue pasando el tiempo y dejó de hacerse esa pregunta, simplemente trataba de inspeccionar con más frecuencia sus archivos para verificar que no lo siga saboteando y botando ejemplares.

Ella también odiaba el té y los alfajores de manjar blanco  -tanto como los diarios y revistas-  porque a él le gustaban muchísimo. Lo mismo sucedía con las corbatas, con el tenis, con los lapiceros y con las plumas fuente. No fueron pocas las veces que encontró sus corbatas manchadas de grasa, sus lapiceros con la punta abollada y sus bolsas de té inglés vacías.

A pesar de eso, todos los días almorzaban juntos y a la misma hora. De lunes a sábado  -salvo alguna invitación de sus hijos-  lo hacían en casa y los domingos iban siempre al mismo restaurante donde preparaban el mejor  -según ellos-  bufet criollo de toda la ciudad. Él      -rutinario como era-  siempre se servía lo mismo: causa a la limeña de entrada, lomo saltado de segundo y mazamorra morada de postre. Ella siempre variaba y se servía diferentes platillos, menos lomo saltado, ni causa a la limeña ni mazamorra morada, eso sí que lo tenía claro, es más, le parecían platillos horribles.

Uno de tantos domingos  -y estando a pocas semanas de cumplir cincuenta años de casados-  fueron al restaurante de siempre. Todo iba como de costumbre. Se sirvieron sus respectivas entradas, luego sus respectivos segundos y se pararon juntos para servirse el postre. Ella se sirvió ensalada de frutas y cuando fue a tomar una cucharita se dio con la sorpresa que habían cambiado las clásicas cucharitas de metal por otras de plástico. Él ni se percató, tomó su cucharita de plástico y la espero para ir juntos a su mesa. Ella se quejó con el mozo y le preguntó por qué habían cambiado las cucharitas de metal por otras de plástico. El mozo le pidió disculpas y le dijo que sería sólo por esa única vez, que el nuevo administrador pensó que sería una buena medida de ahorro de costos, pero que habiendo habido algunos reclamos, a partir del día siguiente volverían con las cucharitas de metal.

A ella no le convenció tal explicación y empezó a vociferar: ¿Ves? ¡Viejo de mierda! ¡Roñoso! ¿Ves donde me traes? ¿Que no se te ocurre mejor idea que traerme siempre al mismo restaurante de mierda? ¿A esta fonda asquerosa que no tiene ni cubiertos de metal? ¡Viejo miserable!

Los demás comensales que se encontraban en el lugar dejaron de comer por el escándalo. Todos los miraban atónitos. Los mozos no sabían qué hacer. No podían creerlo, ya que eran, precisamente ellos dos, los comensales más antiguos del local, iban desde hacía décadas. Él estaba ruborizado de vergüenza ante las miradas sorprendidas de todo el local. Le pidió que bajara la voz, que se calmara y que por favor se fueran ¡ya! Le dijo que la llevaría a la dulcería que quisiera, pero que por favor se fueran de ese lugar porque no aguantaba la vergüenza por el papelón que ella había protagonizado. A lo que ella contestó: ¿Queeeeeeeeeeeé? ¿Qué cosaaaaaaaaaaaa? Ahora resulta que  -como siempre-  yo tengo la culpa de todo ¿no? ¡Cabrón! En lugar de defender a tu esposa te pones del lado de toda esta gentuza… razón tenía mamá cuando me advirtió de que eras un pelele, un calzonudo, un huevón…

Se encontraban los dos parados a un costado de la mesa del bufet. Él se quedó callado, se le cayeron al suelo la mazamorra y la cucharita,  le empezaron a temblar las manos y la sangre se le empezó a subir a la cabeza. Se puso colorado como un camarón, los ojos le brillaban y parecían salirse de su órbita. Ella se asustó y le dijo: No te vaya a dar el infarto ahora, aquí, en este lugar, ¡viejo de mierda! Eres muy capaz de ello. No terminaba de vociferar sus improperios, cuando de pronto, él la tomó con su mano izquierda  con mucha fuerza por el cuello y con la mano derecha la tomó por la parte posterior de su cabellera. La gente miraba estupefacta, no podían creer lo que estaban viendo. De pronto le soltó el cuello y con esa misma mano abrió la olla de barro que contenía mazamorra morada caliente, la tomó del hombro izquierdo y con la mano derecha con que la tenía tomada por la cabellera… le metió la cabeza completa en la olla.

Los dos mozos del local se acercaron para tratar de separarlo y que suelte a la mujer. Él había acumulado  -en ese momento-  toda la fuerza de cuarenta y nueve años de aguantar sus maltratos y sus malos humores, además era muy alto, fornido y de joven fue deportista. Se acercaron incluso el cocinero, el maître y dos personas más de los comensales a tratar de separarlo… pero era humanamente imposible apartarlo. Todos eran alejados a codazos y taconazos que él les propinaba. Los demás comensales se pararon. Algunas mujeres lloraban y le pedían a gritos que la suelte. La mujer pataleaba desesperadamente  y golpeaba la mesa con sus manos tratando de sacar la cabeza de la olla humeante de mazamorra morada caliente. Pataleaba y pataleaba y seguía golpeando la mesa con desesperación. La gente seguía gritando de pavor, hasta que  –poco a poco-  el pataleo se hizo menos intenso y dejó de moverse. Ahí recién la soltó.


MAURICIO ROZAS VALZ

4 comentarios:

  1. Sin duda la fantasía de millones, que felizmente no se animan a materializar...

    Gustavo Rozas Valz.

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    1. Ja ja ja, sí, más de uno se ha visto identificado en ese pobre viejo.

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