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lunes, 9 de abril de 2012

VIVIR





Ayer, muy temprano, visité a una amiga que acababa de traer al mundo a una niña. Mentiría si les digo que la niña era muy linda. Estaba hinchada y amoratada como todos los recién nacidos. En tanto esperaba a que le trajeran a su niña (que quería mostrarme orgullosa), di un pequeño paseo por la sala de maternidad. Vi a decenas de niños en sus respectivas cunas; todos iguales (para mí). Luego de las facilonas frases trilladas: “Igualita a su padre” “preciosa” “también tiene tu barbilla” me despedí. 

Bajaba por las escaleras y vi a un grupo de aproximadamente veinte personas en una situación aterradora: unos lloraban, otros rezaban y otros discutían. No sé si algún familiar o amigo de ellos estaba muy grave o habría muerto y tampoco quise averiguarlo. Ya en la puerta, vi entrar a dos camionetas funerarias. Esto no tiene nada de particular. Todos sabemos cómo funciona el negocio de la muerte, y que es justamente en clínicas y hospitales donde se concreta ese macabro negocio. Así funciona el sistema.

Todo esto me hizo pensar -mientras conducía cabizbajo hacia mi oficina- en cómo era que hospitales y clínicas funcionaban como una suerte de aduana u oficina de migraciones entre el mundo y la nada, entre la vida y la muerte. En cómo era que, diariamente, millones de congéneres luchan por cruzar la frontera hacia la vida, que todos pasan por esta suerte de oficina de migraciones (hospitales y clínicas) y, cumplidos los trámites de ley… en pocas horas y cruzando el umbral de la puerta de un hospital… están ingresando ilusionados a este enorme país llamado mundo. Y cómo también, al mismo tiempo, en estos mismos hospitales, otros millones de congéneres se resisten y luchan por no ser expulsados de éste -muchas veces hostil e insensible- mundo para el que nunca estamos del todo preparados. Lucha que muchas veces es inútil si nuestra carta de expulsión está firmada el destino (llámenlo Dios, si quieren).

Pensaba en cómo es que siempre estamos escapando de los heraldos que nos buscan para expulsarnos de este mundo, y no solemos tomar conciencia (felizmente) de ello; disfrazados de virus, balas, golpes, hambre, frío, fierros retorcidos, etc. Nos aferramos con uñas y dientes a la condición de ciudadanos del mundo, llamada también ‘estar vivos’.

Al margen de los suplicios que habremos de padecer para permanecer aquí… nadie quiere irse, nadie quiere morir (creo, supongo, pienso) al menos yo no… no por ahora.


MAURICIO ROZAS VALZ

2 comentarios:

  1. Nadie quiere morir, pero todos debemos estar listos. Estupendo post.

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  2. Muy acertadas tus palabras Mau para escribir un poco de la vida y la muerte. Yo tampoco deseo morir :) pero como dice el anónimo "debemos estar listos" aunque yo creo que jamás lo estaré y bueno mejor pienso en la vida que es un tema más agradable. :) La muerte .. igual llegará en su momento. Un saludo y un abrazo Mauricio.
    Calittha.

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