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jueves, 21 de febrero de 2013

LA BIBLIÓMANA FILIBUSTERA








Esta es la historia de Roberta, una diminuta intelectual limeña de mirada dulce, gordita y muy renegona. Nació en el seno de una bohemia, numerosa y variopinta familia que, a diferencia del común de las familias, no tenía miembros sino personajes, los cuales, parecían todos haber escapado de las páginas de las innumerables novelas que poblaban sus diferentes bibliotecas.

Roberta fue la menor de una larga fila de hermanos y la engreída de su padre.  Al igual que sus mayores hermanos, nació con la adicción al olor del papel impreso y al pegamento de empaste,  pero sobre todo, a los infinitos misterios que se escondían tras los millones de símbolos negros impresos en papel que noche a noche se esmeraba en develar.  El hecho de ser la menor, le dio desde muy niña la ventaja de tener a su alcance muchísimos libros que pertenecían a su padre y a su hermano mayor. Esto cambió cuando se hizo ya joven, sus hermanos ya habían salido de casa y sólo le quedó la biblioteca de su padre, la cual, obviamente,  ya no era suficiente para satisfacer  su adicción que cada día se hacía más voraz y difícil de satisfacer.

Aquella adicción siempre le dio dificultades para trabajar, pues no había empleo ordinario al que se acostumbrase y le dedique el mínimo empeño. Por esta razón, no solían durarle mucho los empleos y tampoco los extrañaba porque la hacían muy infeliz. Pero la contraparte era que, al no tener un empleo estable… no disponía de dinero en los bolsillos… por ende… tampoco podía comprar los libros que necesitaba cada vez con mayor avidez para calmar su adicción. Tenía uno que otro trabajo de corrección de estilo, pero eran eventuales. El entrar en las librerías y tocar y oler los libros sin poder adquirirlos, comenzó a tomar ribetes de angustia y desesperación en Roberta, algo tendría que hacer al respecto, aquella situación se hacía insostenible y hasta llegó a producirle pensamientos suicidas.

Una mañana de invierno, decidió llevar a cabo aquel plan que le tomó toda una noche diseñar. Logró juntar algo de dinero de la venta de su ropa en desuso, algunos cuadros viejos que se encontraban guardados en casa de su madre  y algunos objetos personales que ya no necesitaba. El plan fue muy bien pensado y elaborado con sumo cuidado, además de estar perfectamente dividido en diferentes etapas y sostenible en el tiempo. Tenía incluso planes B, C y de contingencia. Era toda una estrategia que más parecía militar o de mercado.

Inicialmente se haría amiga de los empleados de las cuatro librerías que le interesaban (El Marqués, Era, La Casa Azul e Ícono). Cada uno había sido meticulosamente estudiado por Roberta, conocía casi a la perfección el carácter y las preferencias de cada uno de ellos. Luego, con el dinero que logró juntar… compraría en una semana -y con separación de dos días de por medio- dos libros en cada una de las librerías y siempre se haría atender con los empleados que previamente había estudiado. En cada una de esas compras, entablaría una amena conversación con el empleado elegido  y le preguntaría su nombre para llamarlo por el mismo en adelante.  En la siguiente parte del plan, Roberta entraría a las librerías solo a ver y comentar con sus dependientes amigos sobre las novedades literarias. Una semana más tarde, volvería a entrar a comprar otro libro más a cada una de las librerías y terminar de afianzar la confianza de sus nuevos amigos, los dependientes libreros.

Cumplida la primera etapa del plan, entraría la segunda y más delicada etapa… el golpe inicial. Roberta sabía lo importante de esa etapa, ya que, de fracasar, la posibilidad de un nuevo intento sería imposible, y no sólo eso, sino que no podría nunca más acercarse por allí, ni siquiera con dinero y con el fin de comprar. Un eventual fracaso podría llevarla a cerrarse las puertas de los únicos lugares donde podría conseguir lo que necesitaba para calmar su terrible adicción… y eso… no estaba dispuesta a permitirlo. Había cumplido con éxito la primera etapa del plan que duró tres semanas. Los empleados ya eran sus amigos y gozaba de toda su confianza.

El día escogido para llevar a cabo la segunda parte del plan fue un sábado en la mañana, y lo haría en ‘El Marqués’, porque era el día en que las librerías tenían el mayor flujo de clientela y aquella librería era la más visitada. Roberta entró aproximadamente a las once de la mañana, el local estaba lleno y los dependientes no se daban abasto. Previamente, había ubicado exactamente el lugar donde se encontraba el libro que quería para sí. Buscó a su amigo y le pidió un título cualquiera, éste lo buscó y se lo alcanzó. En tanto, Roberta simulaba ojear con atención aquel libro y se acercaba disimuladamente al anaquel donde se encontraba su codiciado botín, miró para los costados, dejó a un lado el libro que ojeaba… y en sólo tres segundos el libro ya estaba escondido bajo sus pantalones y cubierto por su saco. Se acercó a su amigo que estaba atareado atendiendo a varios clientes a la vez, se despidió amistosamente de él y le dijo que luego lo buscaría cuando esté menos ocupado. Cruzó el umbral de la puerta de la librería, caminó cerca de cincuenta metros y dio vuelta en la esquina. No pudo más, se sentó en la batiente de una casa y sacó su precioso botín, al que acariciaba con el amor que se acaricia a un bebé. Leyó las dos primeras páginas, se paró y se fue caminando a casa, feliz y orgullosa por su gran hazaña y el cumplimiento del primer punto de la segunda parte de su plan.

El lunes siguiente hizo lo mismo en ‘Era’, el miércoles en ‘La Casa azul’ y el viernes en ‘Ícono’. Todos fueron exitosos. En sólo una semana ya tenía en su poder cuatro de los libros que no podía comprar.  Esto le dio la confianza que necesitaba para hacer a su estrategia sostenible en el tiempo.

Y así… Roberta se hizo muy conocida en estas librerías. Su biblioteca cada día se hacía más numerosa  y ya empezaba a tener dificultades de espacio en el pequeño departamento que ocupaba. Poco a poco, los empleados de estas librerías e incluso algunos administradores se hicieron sus amigos. El comprar todas las semanas un libro en cada una la hacía una cliente habitual y apreciada, aparte de ser admirada incluso por algunos empleados jóvenes dado su gran conocimiento de literatura. Nadie pues, sospecharía mínimamente el gran secreto de Roberta. Incluso, ya en confianza, algunos administradores le comentaban indignados que en sus últimos inventarios habían descubierto que les habían robado muchos títulos  y que ya no sabían qué hacer para controlar ese problema que les venía causando muchos perjuicios; a lo que Roberta respondía muy molesta: … ¡Qué barbaridad! ¡Es el colmo! Si ya no se puede confiar en nadie… la gente está cada día peor en esta ciudad… y se despedía muy ufana tarareando una canción.

Ya la biblioteca de Roberta había alcanzado los cuatro mil títulos, de los cuales, aproximadamente, sólo el veinticinco por ciento había sido comprado… el resto había sido tomado prestado (sin devolución), al menos así lo asumía Roberta para no recargar inútilmente su conciencia y tener la mente despejada para poder leer durante muchas horas seguidas, deteniéndose sólo para comer algo (en verdad, muy poco) entrar al baño y dormir.

Una mañana de un viernes, Roberta entró a ‘Era’ y se dio con la desagradable la sorpresa que, cansados ya de tanto robo, habían contratado a un expolicía para que vigilase a los visitantes caminando por los pasillos. Roberta no contaba con esto  y se puso nerviosa cuando sus amigos dependientes se lo presentaron. No había tenido tiempo para ensayar su disimulo, lo cual, como viejo y experimentado policía que era el nuevo vigilante, no tardaría en percatarse de su nerviosismo y le puso el ojo encima. El plan de Roberta tenía su primer obstáculo. Era hora de poner en marcha el plan B, que consistía en hacer compras más seguidas en esa librería para reforzar la confianza, aun así, aquel vigilante la odió a primera vista y se juró a sí mismo perseguirlo a donde fuera, y así… decidió vivir su propia versión de Los Miserables  de Víctor Hugo, y convertirse en Javert  y convirtió a Roberta en su codiciada Jean Valjean.

Luego de un mes de regulares compras, una tarde llegó Roberta a ‘Era’ y no vio al vigilante, entonces, cansada ya de esperar, le pareció el momento oportuno para tomar el libro que hacía tiempo había escogido y ya empezaba a desesperarle el no tenerlo. Llevó a cabo su estrategia acostumbrada y en tres segundos el libro estaba bajo su pantalón y cubierto por su saco. Se despidió de sus amigos y cuando ya cruzaba la puerta, una mano la tomó del brazo con fuerza… era el vigilante que estaba agazapado tras las vitrinas que daban a la calle y en medio de dos autos en el parqueo de la librería.

Fue conducida a empellones al interior de la tienda, ante el estupor y el fastidio de sus amigos que no sabían por qué este señor trataba tan mal a su cliente y amiga. La llevó hasta las oficinas y de forma violenta sacó el libro escondido bajo el saco de Roberta, que estaba pálida y muda de la vergüenza y temblaba también de miedo ante las amenazas del vigilante, quien llamó inmediatamente a la policía que no tardó en llegar. El capitán que bajó del patrullero miraba con simpatía a Roberta, la tomó del hombro con delicadeza y la condujo hasta el patrullero. La gente se amontonó ante el hecho. Entonces Roberta habría deseado que se abriera la tierra y se la devorase junto con el vigilante, o quizá desmayarse y despertar ya tranquila en casa pasado lo peor… pero no fue así. Ya en la comisaría, el vigilante no paraba de insultar a Roberta mientras el oficial sentaba la denuncia en su libro. Tomada ya la declaración de Roberta, el oficial le dijo que podía irse a casa dada la menor cuantía de lo robado. Esto provocó las iras santas del Javert  criollo, quien juró a voz en cuello que no descansaría hasta ver tras las rejas a su Jean Valjean de las librerías limeñas.

Esto sacó por un corto tiempo a Roberta de circulación. Había decidido prudentemente no ir a ninguna librería durante algunas semanas hasta que el asunto deje de ser noticia. Felizmente, para ella, la competencia entre estas cuatro librerías era despiadada, por ende, la información del descubierto ladrón de libros no llegó a las demás librerías.

Pasado un mes, Roberta volvió a las andanzas. Para ella, aquellas visitas diarias a las librerías, incluidas las compras, las conversaciones con los dependientes y los robos… constituían lo que ella llegó a considerar su trabajo; su rutina ocupacional que ya con el correr de los años había formado en ella una forma de vida. Y como todo trabajo, con el tiempo llegó a perfeccionarse cada vez más. Visitó esta vez ‘Ícono’, y fue recibida con cariño por los trabajadores, todos le preguntaban qué había sido de su vida y le comentaban que se había hecho extrañar. En aquella oportunidad, cómo quien se pone al día por el trabajo atrasado, se llevó descaradamente hasta dos libros; uno debajo del pantalón  -como siempre-  y el otro se lo llevó en la mano con tanta naturalidad que los trabajadores pensaron que había llegado con aquel libro y hasta se despidieron cariñosamente de ella. Al día siguiente, fue a ‘El Marqués’ e hizo lo mismo. Al subsiguiente fue a ‘La Casa Azul’ y también hizo lo mismo. Nuevamente comenzó con su rutina y todo empezó a marchar como siempre. Ya en su departamento había llenado todas las paredes de anaqueles de libros, incluidos la cocina y el baño. Su voracidad de libros no tenía límites.

Pasaron algunos años  - justo cuando empezaba a olvidar aquel penoso suceso que la alejó de una de sus librerías favoritas-  y se encontró con aquel expolicía, pero esta vez había sido contratado por ‘La Casa Azul’; no bien entró y el nuevo vigilante se acercó al administrador a contarle todo lo que hacía ya algún tiempo había sucedido en la librería de la competencia en la que trabajó antes. El administrador estaba sorprendido, no lo podía creer, ya que era una de sus clientes y visitantes habituales. Pues era muy difícil creer que alguien que compra cerca de seis o siete libros por mes, se llevara en realidad cerca de treinta. Difícil imaginarlo. Pero lamentablemente para Roberta, éste terminó creyéndole al nuevo vigilante. Roberta se dio cuenta y puso en marcha su plan de contingencia. Éste consistía en saludar amigablemente al expolicía y trató de hacerse su amiga… pero fue en vano. Parecía que en realidad, aquel policía, había leído ‘Los Miserables’ de Víctor Hugo y se identificó con Javert… y su Jean Valjan bibliómana nunca más tendría paz.

Como si no fuera suficiente con la reaparición del expolicía, ya más viejo al igual que ella, la tecnología había llegado y se instalaron en todas la librerías modernos detectores de código de barras, los que sonaban escandalosamente si algo no había sido pagado. Pero Roberta no era lectora por gusto, era una mujer inteligente y rápidamente encontró la forma de burlar a la tecnología y de paso al vigilante, ya que con la instalación de los nuevos detectores, éste imaginó que sería imposible robar y se relajó. Su función, básicamente se limitaría a hacer respetar las colas de la caja y que nadie hiciera escándalos, más nada. Roberta se premunió de una hoja de afeitar, y cada que ojeaba un libro que había decidido llevarse… cortaba con gran maestría el código de barras que iba pagado en la penúltima hoja, y así… incluso se lo llevaba en la mano con toda frescura y la seguridad de que los detectores no funcionarían. Roberta tenía ya los dos dormitorios, más el de servicio y el comedor llenos de libros. Tuvo que trasladar su cama a la sala. Ya los reposteros de la cocina hacía rato que habían sido cambiados por anaqueles. Vendió su refrigerador y su cocina, total… nunca los necesitó.

Pero como al mejor escribano se le va la mano, una noche algo falló.  Roberta cortaba sigilosamente el código de barras de un libro, cuando de pronto entró una llamada a su celular, la llamada era poco grata y al parecer era con un familiar o amigo que discutía airadamente. Como consecuencia del mal humor que le produjo aquella discusión… dejó el libro donde estaba y se retiró del lugar, pero con tan mala suerte que, junto con la hoja de afeitar, metió el código de barras que había cortado en su bolsillo… y cuando cruzó la puerta… la alarma empezó a sonar escandalosamente. Ahí apareció el expolicía con la sonrisa de oreja a oreja. Roberta estaba petrificada del terror, en ese momento se dio cuenta de su imperdonable falla y empezó a maldecirse en silencio. 
  
Javert  (ese nombre le puso), le dijo: - tenías que caer algún día… lo sabía… -  y llevó otra vez a Roberta a empellones a las oficinas interiores. En el camino hacia las oficinas, Roberta con gran maestría y cuidado sacó de su bolsillo el diminuto código de barras y lo dejó resbalar por fuera de su pantalón. Javert no podía percatarse, pues  la tenía tomada por los hombros con fuerza. Llegaron a las oficinas y el vigilante inmediatamente llamó a la policía, la que no tardó en llegar. 

Esta vez, el capitán que bajó del patrullero no miró a Roberta con simpatía. La pusieron de cara contra la pared y le hicieron levantar los brazos y abrir las piernas.  La revisaron hasta tres veces y no le encontraron ningún libro. Y entonces Roberta empezó a vociferar insultos: ¡Abusivos de mierda! ¡Qué se habrán creído! Exijo inmediatamente que se me pida disculpas… esto es un atropello ¡Un abuso! Entró el administrador a tratar de calmarla, ya que los gritos se escuchaban hasta la calle. El capitán miraba sorprendido y fastidiado al vigilante. Le preguntó: ¿para esto nos llamas? ¿Para hacernos perder el tiempo? Roberta aprovechó el gesto desmoralizado del vigilante y no desperdició la oportunidad ventajosa para vengarse de su animadversión llevada a lo personal sin ninguna explicación y le dijo a voz en cuello: ¡Tú! ¡Javert de mierda! ¡Gorila apestoso! ¡Qué chucha tienes contra mí! ¡Pídeme perdón, carajo! Sino mañana mismo te denuncio ante la defensoría del pueblo y ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos por discriminación ¡Gorila de mierda! ¡Chucha de tu madre! El administrador la calmó, le dio un vale para que se escoja un libro de hasta  doscientos soles como desagravio. Roberta se sacudió el saco, se acomodó el pelo y salió caminando, no sin antes pechear al vigilante que la doblaba en estatura y peso.

Ya en su casa, sentada en su cama que se encontraba en el estacionamiento que le correspondía en aquel edificio… ojeaba el diario marcando avisos de alquiler de dormitorios. Todo su departamento ya estaba lleno de libros, y aquel estacionamiento donde dormía hasta ese momento, pronto tendría que ser cercado para guardar más.


MAURICIO ROZAS VALZ





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