Llegó a las 6 pm en punto. Bajó
de un taxi algo apresurada y muy sonriente. Miraba en todas las direcciones en
clara actitud de buscar a alguien. Vestía abrigo negro, botas y guantes negros
y un gorro de lana. Tendría aproximadamente veinticinco años, no más. Ingresó
hasta el fondo del local, luego salió, volvió a entrar, buscó detenidamente
cada rincón con la mirada. Luego miró su reloj y se sentó en una de las mesas
que daba hacia la puerta
Hacía mucho frío. Luego de unos
minutos se incorporó, compró un café en el mostrador y volvió a sentarse en el
mismo lugar. El tiempo pasaba y ella miraba su reloj cada minuto. Luego sacó su
celular. Al parecer, enviaba mensajes de texto, o quizá correos; también
marcaba un número de su directorio y era evidente que no le contestaban porque
lo cerraba molesta y sin hablar. Al cabo de veinte minutos se volvió a poner en
pie a comprarse otro café y repitió todo el ritual de los mensajes de texto y
las llamadas fallidas.
Su rostro reflejaba una
combinación entre angustia, tristeza y furia. Tomó un periódico del mostrador e
intentó leerlo sin éxito, pasó las hojas apurada, lo cerró y lo arrojó sobre
una silla. Se le notaba alterada. Volvió a ponerse en pie, pero esta vez pidió
un vaso de agua. Sacó un cigarrillo de su cartera y salió a fumar a la puerta. Miraba en todas las direcciones,
se paraba de puntas y se frotaba las manos.
Ya había pasado como hora y media
y ella seguía allí, sola, sin revista, ni periódico ni lap top. Se limitaba a mirar por la ventana y a mandar mensajes de
texto. Poco antes de las dos horas, empezó a llorar discretamente y se dirigió
hacia los servicios; allí se demoró casi quince minutos y salió con los rojos
hinchados y enrojecidos y volvió a sentarse. Se tapaba la boca, se tomaba las orejas,
se le veía angustiada y triste. Algunos comensales se percataron pero ninguno
se atrevió a preguntarle qué le sucedía.
Luego se volvió a parar y pidió
otro vaso de agua y salió a la puerta a fumar otro cigarrillo. Ya habían pasado
cerca de dos horas y media, y entonces sonó su celular. Contestó presurosa en
tono molesto, luego se quedó callada escuchando y colgó. Apoyó su mentón en su
puño derecho y empezó a tocar la mesa con los dedos como quien toca un piano.
Diez minutos después, entró al
café un señor de aproximadamente sesenta años. Era un tipo muy alto y canoso y
elegantemente vestido, quien la saludó secamente y con gesto inexpresivo. Ella
lo miraba temblando. Él le dijo algo en tono autoritario y solvente, y como
para que no quedaran dudas, agregó: “¿No
sabes que soy una persona ocupada? ¡Tienes que esperar pues!”. Extrajo del
saco una billetera de cuero, de la cual sacó un fajín de billetes de diferentes
colores y los tiró despectivamente sobre la mesa, y sin darle siquiera un beso,
se marchó.
MAURICIO ROZAS VALZ
Dan mucha pena aquellos seres que el dinero es la manera de solucionarlo todo....pobres ellos que de sentimientos no entienden nada.
ResponderEliminarYo lo llamaría "desamor propio" muy a pesar de las circunstancias que la hayan llevado a aceptar tanta humillación.
ResponderEliminarAnny
Algo de eso también hay, Anny. Gracias.
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