Tarik fue siempre muy
supersticioso y un ludópata incorregible. Tenía la costumbre de sumar las
cifras de los números de las matrículas de los autos que se parqueaban delante
y detrás del suyo, para luego comprar su Tinka en base al resultado de la aplicación
de algunas fórmulas que sólo él comprendía. También tenía siempre en cuenta la
primera noticia y la primera llamada del día. La ubicación de su silla en la
oficina y la posición del sol también eran determinantes para su predisposición
durante el día. La decoración de su casa tenía toda clase de objetos ‘de la
suerte’ de diferentes culturas: gatos chinos, pirámides, budas y etcétera. Su
llavero era una patita de cuy y su cenicero tenía forma de herraje.
A pesar de no ser precisamente un
tipo desafortunado, tampoco se podía decir que era un tipo con suerte; nunca
ganó un sorteo ni una lotería y su suerte en el juego podría decirse que era
mediana, ya que nunca ganó tanto como para hacerse rico, pero tampoco perdió
tanto como para quedarse en la miseria.
Su vida transcurría sin mayores
emociones que no fueran sus eventuales triunfos en bingos y tragamonedas. Se
pasaba casi todas sus horas libres frente a las máquinas ganando y perdiendo
casi en paralelo. Su lugar favorito de la casa era un ático al que se accedía
por unas escaleras plegables que se descolgaban desde el techo de la sala de
televisión. Allí guardaba toda clase de cachivaches que encontraba donde fuera
y objetos viejos que se resistía a botar por inservibles que fueran. Aquel
ático tenía una gran ventana redonda, desde donde solía quedarse horas
observando los gatos y las palomas que pasaban y se posaban sobre los viejos y
sucios techos de sus vecinos.
Una de esas tantas noches, cuando
regresaba caminando a casa taciturno y cabizbajo y saliendo de un casino luego
de haber perdido unos cuantos pesos, encontró dos naipes viejos que salían de
una bolsa negra de basura. Esto -como
era de suponerse en su caso- le llamó
mucho la atención y tomó los dos naipes: uno era el 4 de corazones rojos y el otro
era el as de espadas negras. Luego continuó su camino y a escasos metros
encontró otro naipe que era el 7 de tréboles negros y sólo a diez metros de
allí encontró dos naipes más, que eran el 2 de oros negros y el 3 de espadas
rojas. Los recogió, se los metió al bolsillo y llegando a casa subió apresurado
a su ático; sumó los cinco naipes y le dio el número 17. Luego sumó el 1 más el
7 y le dio 8. Anotó ese número y se fue a dormir.
Al día siguiente despertó
pensando en ese número, pensaba que algún mensaje necesariamente escondería. A
la salida de su oficina, en el camino hacia su casa, trataba de fijarse en todo
lo que pudiera contener ese número, ya sea el símbolo propiamente dicho o
simplemente cifrado. A mitad de camino entró a un anticuario de un amigo suyo
donde era cliente habitual y en el que solía comprar cachivaches varios para
guardar en su ático. Observaba detenidamente todo y de pronto pensó: ‘lo tengo’
cuando observó un viejo y grande timón de barco que, sumando sus manillas daban
en total 8. Preguntó el precio, sacó dinero de sus bolsillos, pagó y se llevó
el viejo timón a casa.
No bien llegó a casa, y con la
ayuda de la señora que le hacía la limpieza intentó subir el timón a su ático,
pero no pudo. Aquel timón era muy grande y tendría que cortar la base de su
ático para poder subirlo. La idea de llamar a un carpintero para subir su timón
no le hacía mucha gracia y se puso a pensar en cómo subirlo sin cortar ni
modificar nada, y pensando… pensando… se le ocurrió que quizás podría subirlo
con una soga desde su gran ventana redonda. Tomó las medidas del diámetro de su
ventana redonda y luego la del timón, y se dio con la sorpresa de que
coincidían casi exactamente. No le importó que casi fuera de noche e
inmediatamente puso manos a la obra. Sacó su caja de herramientas y con cuidado
y prolijidad sacó el marco y la luna de su vieja ventana redonda, amarró el
timón con una soga desde el primer piso, y con ayuda de la señora logró subir
el timón hasta la ventana. Luego tomó un papel de lija y limó un poco el marco
de la ventana; finalmente con la ayuda de unos clavos y algo de pegamento logró
fijar el viejo timón de barco en su ventana redonda.
Terminado el trabajo observaba
orgulloso y emocionado como había quedado el timón, exactamente calzado en su
ventana redonda. No tenía dudas de que eso sería señal de algo nuevo y positivo
para él. Luego se percató de que su ventana con el timón de barco no tenía
vidrios y se fue a dormir con la intención de llamar a la vidriería al día
siguiente para que le cortaran y colocaran el vidrio por fuera.
A la mañana siguiente, al
despertar, lo primero que hizo fue subir a su ático a observar su nueva ventana
en forma de timón de barco con 8 manillas. Grande fue su sorpresa cuando se
percató que por los espacios sin vidrio de su ventana habían ingresado algunos
gatos techeros que ensuciaron todo, y además, destrozado muchos de sus objetos
de culto. No salía de su estupor y su furia cuando tomó una escoba para
botarlos a golpes. Contó uno por uno los gatos. Eran 8. No era su número de
suerte.
MAURICIO ROZAS VALZ
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