Sé que soy, que existo. Sé que estoy presente aquí ahora. Tengo la certeza absoluta de existir; siempre la he tenido. Nadie me lo ha enseñado, y no he necesitado aprender ninguna lección para saber que soy.
La vida, ese transcurrir de acontecimientos que guardo en el libro de contabilidad de mi memoria, me ha puesto en un sinfín de situaciones, rodeado siempre de personas que me han enseñado lo que sé. Y sin embargo es irrelevante el tipo de experiencias que haya tenido (buenas o malas, felices o desastrosas, admirables o criticables), nada puede mover esta convicción mía. Soy.
Esta convicción es total, completa y perfecta. Es tan absoluta que, por mucho que busque poesía para describirla, lo único que encuentro es sencillez máxima porque simplemente es; está ahí en cuanto abro los ojos por la mañana y me acompaña a lo largo del día, sean como sean mis días. Cuando cansado me acuesto por la noche sé que puedo contar con ella, que me llevará de la mano por los sueños, que luego, en las profundidades de mi dormir vacío, renovará este cuerpo de elementos, y que, al día siguiente, permanecerá ahí, fiel y envolvente, para que pueda afrontar lo que me depare el mundo en su reaparecer.
No le falta nada y no me exige nada. Nunca me abandona y tampoco me ha parado los pies jamás. Siempre es la misma; nunca me ha puesto condiciones ni me ha presionado jamás. No sabe de prohibiciones ni exhortaciones. De hecho, silenciosa y constante como es, apenas se hace notar. Si la miro, si me fijo en ella por brevemente que sea, veo que no tiene forma, ni lugar, ni tiempo alguno. Es transparente y global.
Esa naturaleza suya tan acogedora, tan inclusiva, es, tal vez, la razón por la que no le hago caso y por la que no le presto atención alguna. Me resulta tan fundamental, tan propia y sobrentendida que se me hace ridícula la idea de que pueda ser relevante.
Al fin y al cabo, desde el principio, para lograr cualquier objetivo, me he tenido que concentrar en lo que no sé. Desde que llegué a este espacio temporal que llamo mi vida he estado, acompañado y alentado por otras personas, luchando por aprender todo aquello que aún no sé y por conseguir lo que todavía no he logrado. Aprendí a comer, a andar, a hablar, a dominar mis emociones, a razonar y prever resultados, a adaptar mi comportamiento… Me enseñaron a considerarme ‘una personita’, a valerme por mí mismo de acuerdo con valores varios que me inculcaron y que iban a convertirme, dios mediante, en una persona ‘hecha y derecha’, que estuviera en condiciones de rendir en una sociedad de personas similares a mí. Aprendí en un hogar, en una escuela, en una universidad; aprendí una profesión, me integré en un lugar de trabajo. Aprendí de mis mayores, de mis amistades (mejores o peores compañías), de los llamados ejemplos a seguir de esa misma sociedad de la que, me guste o no, esté de acuerdo con sus usos o no, formo parte. Aprendí de sus intelectuales, de su historia, de sus ídolos, de sus mesías y hasta de sus horteras.
La lección más fundamental que he aprendido, la que caló más profundo, es que siempre me queda algo por aprender porque todavía hay algo que no he conseguido. Haga lo que haga, me esfuerce como sea, nunca llego a lograr del todo mis objetivos. Será quizás porque son miles, grandes y pequeños, los que persigo en las diferentes facetas de mi vida. O quizás porque estos objetivos cambian constantemente según mis gustos, mis circunstancias, mis necesidades o mi edad, incluso cuando, seguro de haber cumplido y creyéndome cerca del final, mi único objeto es que me dejen tranquilo. Sea como fuere, siempre parece haber una zanahoria inalcanzable colgando unos pasos delante de mí.
De esta manera, yendo en pos de tanta compleción (aunque ya no me atreva a hablar de sueños) mi bagaje aumenta y viajo, con cada día que pasa, más cargado de conceptos, de ideas (aunque ya no crea en ideales), hábitos, remordimientos, recelos y de ansiadas redenciones.
Voy contabilizando y guardando bien adentro todo esto que he aprendido. Soy una especie de libro de cuentas con un debe y un haber que pocas veces quieren cuadrar. Ahí conservo una retahíla de defectos y de virtudes, de frustraciones, orgullos, hastíos y retos, con los que brego. A veces se tercia una tregua, otras la batalla me consume. Pero ando la vida, callado o a gritos, negociando un tratado de paz sostenible.
En el escenario de la vida, mi personaje, la persona que soy, aparece como el conjunto de esos deberes, haberes y haceres que se perpetúan a golpe de fortunas y reveses.
Es tan enrevesado el guión de mi papel, son tan ambiguas las órdenes del director…
Un verdadero teatro, un trajín de actores, esta vida. La puesta en escena es a menudo deficiente y el director pierde los papeles de cuando en cuando. Con su voz chillona me da órdenes, me amenaza con futuros desastres, me compara con otros miembros de la troupe, humillándome o ensalzándome según su humor y lo alto que haya puesto el listón para este acto –sabe Dios qué estándar de perfección espera que alcance. Y qué puro desconcierto la sucesión de escenas cómicas, trágicas, dramáticas… ¡Imposible hacerle honor al libreto! La absurdidad de sus exigencias frecuentemente hace que me pregunte qué mente tortuosa lo habrá escrito.
En esta obra que es mi vida, mi personaje actúa según las órdenes de este director y reacciona después de acuerdo con las reseñas de los críticos. A los más críticos de todos, junto con el director, los llevo, parece ser, metidos en mi cabeza, donde nunca están tranquilos, como si de una jaula de grillos hiperactivos se tratara. El barullo es ensordecedor. Cómo deseo que se aquieten, que se contenten…
Así es la experiencia de mi vida. Día tras día, año tras año, la función se desarrolla y voy actuando mi papel como mejor puedo y según me dejan. Los actos transcurren paralelos, simultáneos, ahora hacen reír, ahora llorar. Las órdenes y las críticas se suceden, y siempre aparecen nuevas escenas con otros personajes con los que lidiar. El director a menudo rectifica el guión y me veo obligado a aprender una nueva cara del personaje, una nueva emoción, otro método de transmitirla. Luego hay reseñas para todos los ánimos. Y así continúo sobre el escenario, sea cual sea el decorado, con lo que me echen. Aun cuando los demás actores van desapareciendo o mi guión se frena, director y críticos siguen ahí, dando caña aunque sea revisando actos ya concluidos o criticando el papel de otros personajes. En el fondo, mi personaje siempre se siente en peligro. Y lo que más teme es que lo eliminen de la obra, que ésta pueda continuar perfectamente sin su papel.
¿Me he detenido alguna vez a investigar quiénes son las bestias que me dirigen y critican? ¿Por qué tienen tanto poder? ¿Quién es el dramaturgo psicópata que escribe semejantes piezas? ¿Quién es el actor que interpreta este personaje que me ocupa la vida entera?
Todo lo que he aprendido a lo largo de mi vida ha ido llenando este personaje. Lo que este personaje cree, piensa, siente y hace ha sido aprendido y ensayado miles de veces. Cuando tengo éxito y mi representación satisface es sencillamente porque he sabido aplicar conocimientos y convencer. Cuando, por el motivo que sea, mi personaje no queda bien integrado y decepciona, es porque algo me ha fallado y no he logrado poner en práctica las lecciones que debería haber asimilado para la escena que tengo a mano.
Cada vez que digo ‘yo’ me refiero a mi personaje. ‘Yo’ es equivalente a la persona que interpreto, al cien por cien, desde que me levanto hasta que me acuesto. Día sí día también, lo doy todo por este ‘yo’ con el que tanto me identifico. A fin de cuentas, cuánto me ha costado y me cuesta estar a la altura de sus circunstancias… Cómo temo que quede en ridículo, que le hagan sufrir, que recorten su papel… Y ¡cuánto miedo me da su desaparición!
Curiosamente, ‘yo’ también incluye al director y gran parte de los críticos que me asedian. Unos aspectos de ‘yo’ los dirijo más hacia afuera (los del personaje); otros aspectos de ‘yo’ se me quedan dentro (los del director y críticos), tan profundos, tan camuflados, que me cuesta mucho valor reconocerlos; tanto que casi nunca les planto cara.
‘Yo’ conforma la experiencia de representar mi personaje, tanto hacia fuera como hacia dentro. Eso es ‘yo’, a eso me refiero siempre que utilizo el pronombre seguido de cualquier verbo… Yo hago, pienso, voy, actúo, reacciono, medito, decido, digo, creo, busco, vivo…
Hay un verbo que se me resiste: el verbo ser (y a veces el estar). ‘Yo’ ¿soy?. Lo que soy, ¿es ‘yo’? ¿En verdad? Esa, desde luego, aparenta ser mi experiencia en el teatro del mundo, pero ¿es la experiencia de ‘yo’ la realidad que soy?
Es evidente este ‘yo’. El mundo entero lo conoce y me lo trata, a veces incluso me lo restriega por las narices. También es obvio que soy. No me cabe la menor duda. Soy, estoy presente. Nada ni nadie me podría convencer de lo contrario. Lo que me ocupa es la cuestión de si ambas obviedades van de la mano, siempre, necesariamente.
¿Cómo puede algo tan ligero, claro y limpio (la convicción de que soy) existir como este ‘yo’ que tanto me pesa?
Yo soy: una paradoja.
‘Yo’ denota mi persona, sus andanzas, sus percepciones del mundo. Todo lo que ‘yo’ experimenta está siempre en relación con lo que ha aprendido. ‘Yo’ sólo experimenta lo que ya sabe, de ahí que sea un esfuerzo constante lo de aprender. ‘Yo’ aprende lo que experimenta, y experimenta sólo lo que ya sabe.
Soy es una convicción que nunca he tenido que aprender. Es algo que no me cuesta nada: ningún esfuerzo. Es tan fácil, inmediata, y tan cristalina… Y sin embargo sería imposible que hubiera ‘yo’ sin soy. Soy (esta certeza vacía de los objetos que ‘yo’ le cuelga según se encuentra) es siempre, inalterado e inalterable.
‘Yo’ somos muchos, vamos cambiando con la edad, haciendo un montón de cosas, dependiendo de las escenas que representamos, de las críticas que nos damos, de las órdenes que nos obligamos a seguir, de los demás personajes con los que compartimos guión. Si no fuera por esa convicción de que soy, no reconocería mis ‘yos’ a medida que éstos van cambiando (de cuerpo, de opiniones, de alrededores, de hábitos, de salud, de humor). Soy es la constante perpetua, pero la confundo con la constancia de mi personaje (ese tiempo imperfecto también y tan bien asimilado), que en realidad son miles de papeles que un día dejarán de existir.
Confundir: Mezclar, fundir cosas diversas, de manera que no puedan reconocerse o distinguirse (Diccionario de la Lengua Española, 22ª Edición).
La mía es confusión por asociación falsa. Falsamente asocio la presencia que soy, la certeza de que estoy presente, con este ‘yo’, cuando, si me paro a mirarlo, este ‘yo’ es imposible que sea lo que soy. ‘Yo’ está en soy y gracias a eso que soy, pero no es realmente lo que soy.
Llegar a lo que soy, a esta convicción total, a través de este ‘yo’ parcial me resulta tan imposible como llegar al actor a través del personaje. El personaje en el escenario jamás llegará a conocer al actor que lo representa: mientras el personaje es representado, el actor no existe como tal, excepto como lo que da vida o representa el papel. Por lo tanto nada puede aprender o conocer sobre él. Y sin embargo es la presencia del actor, su poder, la que permite el desarrollo del personaje. Son uno y el mismo. ¿Qué sería del personaje y de su obra sin esa fuerza que lo representa sobre el escenario?
Viendo que ‘yo’ (mi personaje persona) jamás llegará a conocer lo que soy (el actor del que ‘yo’ toma presencia prestada para existir), se me agota la esperanza. Este ‘yo’ tiene que ser una manera de hablar, de actuar sobre el escenario del mundo. No concuerda con lo que soy.
¿Sería posible corregir esta confusión? Si ‘yo’ no soy, ¿qué es lo que soy? Si ‘yo’ únicamente existe asociado a los objetos fruto de lo que he ido aprendiendo, ¿quién es el sujeto que se halla escondido detrás de esta convicción tan mía, tan perfecta, de ser? ¿Cómo sé siquiera que esa convicción de ser es mía, que le pertenece a ‘yo’? Si me paro a mirar, ¿no poseen los demás miembros de la troupe, esa misma certeza? Desnudos de las características que creen o creemos ser (nombres y formas), ¿dónde se hallan las fronteras entre unas convicciónes y otras? ¿Quién posee un título de propiedad?
‘Yo’ no halla jamás respuestas a estas preguntas. Toda la experiencia de ‘yo’ se basa en lo que ha aprendido, interiorizado y asimilado como mío, como lo que creo que soy. Igualmente si me fijo en la experiencia que ‘yo’ tiene de los demás. Todo son objetos: nombres, formas, y características aprendidas y por lo tanto partes del guión susceptibles de ser rectificadas y eliminadas.
Una posibilidad que se me ocurre es la de modificar mi atención. Tal vez podría enfocarla menos sobre los objetos que creo ser (que aparentemente me definen como ‘yo’) y acercarla a esa luz tan absoluta que siempre me acompaña: soy. En esta investigación atención se hace sinónimo de identidad, lo que significa, ni más ni menos, que me hago consciente de la paradoja ‘yo soy’. Es cuestión de llevar la atención río arriba hasta su origen. Podría concentrarme menos en ‘yo’ (lo que le sucede, lo que piensa, lo que le dicen, lo que hace, lo que le han hecho, lo que le puede acontecer) e investigar esa otra experiencia, más directa, más íntima y mucho menos complicada, que me alumbra como eso que soy. Si continúo corriente arriba del ‘yo’ cotidiano con el que me identifico llego al soy que aparentemente engendra ese ‘yo’.
Muchos sucesos me distraen a lo largo de mi viaje. La atención está muy acostumbrada en ir en dirección contraria. Cualquier objeto (pensamiento, emoción, evento) la atrae como un imán y tira de ella corriente abajo desdoblándola otra vez. Estas distracciones, aunque parezca difícil estar al tanto de ellas y puedan resultar frustrantes, me sirven de guía. Adonde suele ir mi atención, ahí encuentro el nudo de identidad ‘yo’ momento a momento. Desde ahí, esté donde esté ese nudo, vuelvo a emprender el viaje río arriba preguntándome de dónde surge ese ‘yo’ que se identifica con tal o cual objeto (quién es ese ‘yo’ que ahora busca eso, o trata de evitar eso otro; de dónde viene; para quién es eso que busca o intenta evitar). Así mantengo el rumbo en dirección soy.
Es interesante lo mucho que cuido y mimo a este ‘yo’ cuando el mundo que me rodea parece tan ocupado con él como ‘yo’. Los demás personajes con los que comparto función parecen tener un sinfín opiniones y expectativas sobre ‘yo’. Siempre tienen algo que decir sobre ‘yo’, siempre esperan algo de ‘yo’. Su afán sería más que suficiente para mantenérmelo… Podría bien ahorrarme esfuerzos y centrar mi atención, de vez en cuando, según me acuerde, río arriba, en la convicción de que soy, más allá del nombre, forma y características que le tengo (o tienen) asignados a ‘yo’. ¡Qué alivio sería descansar en esta certeza que soy y que constantemente siento a mi lado, sin tener que conquistar nada, sin tener que defender nada!
Esta convicción, esta certidumbre, es absolutamente decisiva. Es no obstante tan ordinaria, tan presente, que se me escapa. ‘Yo’, ni el mío ni el de nadie, sería posible sin ella. Ninguna escena y ninguna función existirían sin ella. Sin embargo es más espectador que dramaturgo. Ella presta vida a los personajes, a los decorados, a los directores, a los críticos y a la producción entera pero los deja hacer, sin corregirlos ni mandarles nada, con tal de poder presenciar el desarrollo de la obra, las obras, mi obra, nuestras obras. Su obra. Una.
Es un misterio; de verdad que no sé como lo hace. A veces pienso que sólo espera una invitación para poder jugar con nosotros, para poder participar. Se me antoja con ganas pero tímida y, por eso, escurridiza. Como si quisiera estar segura de que la invitación no tiene doblez. No tengo ni idea de cómo trancurrirá mi papel una vez se haga notar. Cuentan muchas historias sobre experiencias espectaculares pero su quietud me indica que no espera nada extraordinario de mí, por lo menos nada a lo que yo no esté dispuesto a acceder. Tiene ya demasiados altares y le han puesto muchos nombres en los que no se reconoce pues todos se hallan río abajo de donde ella mora, tal colores de un arco iris nacido de su luz pura desdoblada por efecto de la conceptualización. Así pues hace oídos sordos a las súplicas y a los rituales de quienes la utilizan para provecho de su ‘yo’ y que pretenden, a sabiendas o sin ser conscientes de ello, chantajearla. Ella aguarda, serena, a que arriben a donde habita y le extiendan una invitación sincera.
Parece sólo interesada en presenciar este espectáculo fantástico. Ya lo es todo y lo tiene todo; no hay nada que ‘yo’ le pueda ofrecer. Tampoco podrá ser jamás mía; ‘yo’ no la puede poseer ya que sin ella no habría ‘yo’ y, en ese sentido, ‘yo’ soy suyo. Corriente abajo o corriente arriba, ya somos solo uno. Es absolutamente libre y siempre ha hecho lo que ha querido. Por lo tanto mi invitación es tan sólo eso: una invitación libre de todo compromiso. Si quiere, cuando quiere, se muestra.
‘Yo’ sigue ahí, vivito y coleando en medio de la función. Es lo que es, producto de un aprendizaje sin el cual sería otra persona y, ésta, una obra distinta. Lo necesito para poder actuar, para ejecutar el papel que tengo asignado, que no es decir poco. Como cualquier otro papel, el mío va cambiando y a veces me tengo que esforzar, tanto más cuanto más la ignoro. A medida que investigo, que repito el trayecto río arriba, éste se hace más fácil y el miedo que se cierne sobre ‘yo’ disminuye o, al menos, me doy cuenta que no hay nada personal en él: es simplemente un efecto más de la tramoya. Esto a menudo me hace reír. Al principio su sentido del humor me parecía macabro, llegando a hacerme enfadar, incluso a llorar. A medida que nos vamos familiarizando me parece amoroso y conmovedor. De cualquier modo, sé que lo que comparte conmigo no es nada que debo aprender y que tampoco ha de convertirse en carga para ‘yo’. A ‘yo’ ya le pesan demasiadas ideas y creencias. Sus revelaciones vienen y van, pero una vez entendidas desaparecen sin dejar rastro. En general, parece como si ‘yo’ cada día me molestara menos, como si se hiciera más llevadero. Me digo que eso debe de ser su manera de comunicarme que la mera intención mía de invitarla, si sincera, es prueba ya de que ha aceptado.
Al final, como al principio, el espectáculo debe continuar.
Marian Dhara
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