Es natural e inevitable el temor a la muerte, ya sea a la
nuestra o a la de alguien que queremos. Temor que varía según el grado de amor
que podamos sentir por tal o cual persona. La sola idea de su ausencia en
nuestras vidas nos produce tal pánico que, inmediatamente, la mente se encarga
de cambiar de pensamiento. Este mecanismo funciona muy bien y es una maravilla
que así sea.
Sin embargo, hay algo que no termina de parecerme justo,
algo que la mayor parte de gente niega porque es difícil de admitir, pero es
tristemente cierto. Me refiero concretamente a la muerte de los viejos, de los
ancianos. Muerte muchas veces esperada para quedar en libertad. Para disponer
al fin de los bienes y herencias y, si
no los hay, para por fin dejar de gastar en medicinas o enfermeras. La mente y
el sistema han creado muchas frases estereotipadas para la ocasión, tales como:
Ya está descansando, ya dejó de sufrir,
al fin está con Dios, etc.
Me molesta que se dé por sentado que tal o cual anciano
ya quería morir sin saberlo a ciencia cierta, de sus propios labios. Esa
pretensión de creer saber mejor que él, qué era lo mejor. Si bien, hay pena, me
llama la atención y me indigna que ésta no sea mucha. Que toda una larguísima
historia, una extensa biografía llena de vivencias y acontecimientos únicos, queden de pronto convertidos en nada. Es como
terminar de leer una larga e intensa novela y, al terminarla, botemos el libro
a la basura. No tendría por qué ser así, no sería justo.
A veces pienso que, de existir el infierno, éste tiene su
lugar en la tierra y su tiempo en la vejez. Y que no necesariamente van a él
los malos (como nos quieren hacer creer). Dios escoge al azar, como también escoge
quien es afortunado y quién no, quien es dichoso y quién no, quién es enfermo y
quién no. Los verdaderos dioses parecen ser sus dados (algo así pensaría
Vallejo).
Y bien, al margen de especulaciones religiosas. Es triste
saber cuan olvidables somos, lo horriblemente prescindibles que podemos ser… es
muy triste.
MAURICIO ROZAS VALZ
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