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martes, 14 de agosto de 2012

SIESTA




Son las tres y treinta de la tarde de un sábado de febrero. Estamos en plena canícula. El sol es abrasador, el calor insoportable. He bebido unas cervezas y he comido unas anchoas. El sueño me vence. Voy al dormitorio, tomo una ducha y me echo a dormir. El sol entra radiante por la ventana. Hace calor, mucho calor. He llevado un vaso de agua al velador, bebo un sorbo, me seco el sudor. Escucho las voces y las risas de mis amigos. Trato de distinguir con leve esfuerzo la voz de ella, no la logro escuchar. Mis ojos se cierran, el ruido se hace lejano. Escucho en mi vigilia el reventar de las olas en los acantilados. Un vallenato de Carlos Vives se oye a lo lejos. Hay ambiente de fiesta, la gente celebra, no sé bien qué, tampoco interesa, pero celebra, están contentos. Yo también lo estaba hasta hace unos minutos. Quería quedarme, quería reírme, quería bailar, mi cuerpo no daba. Mis ojos se cierran, escucho abrirse la cerradura, siento unos pasos húmedos que ingresan al cuarto, escucho la ducha y su voz en canto suave. Quiero despertar, pararme y mirarla, no me obedece el cuerpo. Ya no se oye la ducha, sus manos suaves acarician mis hombros, me besa en la nuca, se recuesta a mi lado. Y quiero volverme hacia ella. Distingo su olor, pero nada puedo hacer. Luego se levanta, se cierra la puerta. Nuevamente risas, nuevamente bulla, y los vallenatos.

No recuerdo más. Luego me despierto, todo es muy oscuro. Ya no se oye ruidos, ya no hay risotadas ni música alegre, sólo se oye el mar. Ya todos se fueron, se acabó la fiesta. Otra vez no estuve, y ahora que lo pienso, ella nunca estuvo. No me perdí nada.


MAURICIO ROZAS VALZ


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