Corría tras ella. No sé por
qué le dio por teñirse de rubia. Nunca la había visto así. Tampoco sé qué hacía
corriendo por las calles de la vieja avenida en camisón. Me parecía peligroso y
muy extraño. Era además un camisón blanco de satín que con las justas le tapaba
la mitad de los muslos, y al correr se le levantaba y dejaba ver demasiado.
Corría velozmente. Yo la seguía angustiado. Los noctámbulos, los borrachos y
los taxistas lechuceros la miraban estupefactos. Era muy peligroso. No podía
dejar de perseguirla, me aterraba la idea de que hiciera una locura mayor a la
que ya de por sí estaba haciendo. De hecho que estaba loca, demasiado loca.
Pero la quería más de lo que es normal y sensato querer a una mujer. La sola
idea de que algo le sucediera era algo que no estaba dispuesto a soportar.
Estaba pronto a alcanzarla,
cuando ingresó velozmente a un edificio viejo. Aquel edificio estaba
abandonado. Se había incendiado hacía muchos años y desde entonces nunca fue
refaccionado. Tenía diez pisos, y al centro, una enorme escalera tipo caracol.
El espacio al centro era redondo y cada giro de la escalera subía un piso, era muy amplio. Las escaleras no tenían
baranda y todas las paredes estaban quemadas. No tenía puertas ni ventanas,
todo se había quemado. Sólo quedaban huecos. No había ninguna luz interior,
sólo la luz de los postes de la vieja avenida que entraba por los huecos de las
ventanas.
Cuando empecé a subir, sólo veía
moverse, dos pisos arriba, una tela blanca. Oía sus pasos descalzos subir
presurosos. Yo subía corriendo. cada paso mío era un paso de ella. No podía
acortar la distancia. Era muy angustiante. Mientras subía, pensaba que su
intención era llegar al piso diez y saltar. No podía hacerme eso. No, de
ninguna manera, el sentimiento de culpa y la sola posibilidad de que ya no continuara
en este mundo era demasiado. Es más, mientras subía corriendo, pensaba que si
ella lo hacía, no me dejaría más alternativa que saltar tras ella. Eso era algo
que tampoco me podía permitir. Toda mi vida, desde la infancia, transcurría por
mi mente mientras ya iba por el piso siete. Luego de unos escalones no escuché
mas sus pasos. De pronto hubo silencio, dejé de ver la parte baja de su camisón.
Llegué al piso nueve. Me
detuve. La buscaba por todos los departamentos. Todo estaba vacío, quemado y
sin puertas. Escuché una respiración agitada, la que trataba de seguir a oído.
Caminaba de puntas, trataba de ser silencioso, no quería asustarla. Los
respiros se hacían cercanos. Me acerqué a un balcón. Allí estaba, tendida al
filo del balcón que no tenía barandas. Profundamente dormida. La cargué con
mucho cuidado. Temía que despertara y cayera.
La cargaba en brazos
mientras bajaba pausadamente por la escalera. Despertó. Me preguntó: “¿Qué
pasó?”. “Nada mi amor, descansa. Mañana es otro día”, le respondí.
MAURICIO ROZAS VALZ
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