Ayer, muy temprano, visité a
una amiga que acababa de traer al mundo a una niña. Mentiría si les digo que la
niña era muy linda. Estaba hinchada y amoratada como todos los recién nacidos.
En tanto esperaba a que le trajeran a su niña (que quería mostrarme orgullosa),
di un pequeño paseo por la sala de maternidad. Vi a decenas de niños en sus
respectivas cunas; todos iguales (para mí). Luego de las facilonas frases
trilladas: “Igualita a su padre” “preciosa” “también tiene tu barbilla” me
despedí.
Bajaba por las escaleras y vi a un grupo de aproximadamente veinte
personas en una situación aterradora: unos lloraban, otros rezaban y otros
discutían. No sé si algún familiar o amigo de ellos estaba muy grave o habría
muerto y tampoco quise averiguarlo. Ya en la puerta, vi entrar a dos camionetas
funerarias. Esto no tiene nada de particular. Todos sabemos cómo funciona el
negocio de la muerte, y que es justamente en clínicas y hospitales donde se
concreta ese macabro negocio. Así funciona el sistema.
Todo esto me hizo pensar -mientras
conducía cabizbajo hacia mi oficina- en cómo era que hospitales y clínicas
funcionaban como una suerte de aduana u oficina de migraciones entre el mundo y
la nada, entre la vida y la muerte. En cómo era que, diariamente, millones de
congéneres luchan por cruzar la frontera hacia la vida, que todos pasan por
esta suerte de oficina de migraciones (hospitales y clínicas) y, cumplidos los
trámites de ley… en pocas horas y cruzando el umbral de la puerta de un
hospital… están ingresando ilusionados a este enorme país llamado mundo. Y cómo
también, al mismo tiempo, en estos mismos hospitales, otros millones de
congéneres se resisten y luchan por no ser expulsados de éste -muchas
veces hostil e insensible- mundo para el que nunca estamos del todo
preparados. Lucha que muchas veces es inútil si nuestra carta de expulsión está
firmada el destino (llámenlo Dios, si quieren).
Pensaba en cómo es que siempre
estamos escapando de los heraldos que nos buscan para expulsarnos de este
mundo, y no solemos tomar conciencia (felizmente) de ello; disfrazados de
virus, balas, golpes, hambre, frío, fierros retorcidos, etc. Nos aferramos
con uñas y dientes a la condición de ciudadanos del mundo, llamada también
‘estar vivos’.
Al margen de los suplicios
que habremos de padecer para permanecer aquí… nadie quiere irse, nadie quiere
morir (creo, supongo, pienso) al menos yo no… no por ahora.
MAURICIO ROZAS VALZ
Nadie quiere morir, pero todos debemos estar listos. Estupendo post.
ResponderEliminarMuy acertadas tus palabras Mau para escribir un poco de la vida y la muerte. Yo tampoco deseo morir :) pero como dice el anónimo "debemos estar listos" aunque yo creo que jamás lo estaré y bueno mejor pienso en la vida que es un tema más agradable. :) La muerte .. igual llegará en su momento. Un saludo y un abrazo Mauricio.
ResponderEliminarCalittha.