Tenían
cuarenta y nueve años de casados. En pocas semanas cumplirían sus esperadas
(por sus hijos, por ella no mucho y por él menos) Bodas de Oro. Se casaron
cuando él tenía veinticinco años y ella veinte, ambos muy enamorados y seguros
de que envejecerían juntos, profecía que se cumpliría, pero no calcularon
bien a qué precio.
Ella
odiaba todo, absolutamente todo lo que él hacía. Odiaba los periódicos y las
revistas, todos, justamente porque él tenía el hábito de comprar todos los diarios que circulaban en la ciudad y todos los semanarios y
mensuarios que salieran a circulación. Tenía además la costumbre de guardarlos
todos por orden de fecha. Logró formar una hemeroteca personal muy bien surtida,
sin embargo, ella se encargaba de botarle a la basura algunos números y precisamente
los que ella veía que a él le causaban particular interés. Él no entendía el
porqué de todo eso, si la casa era lo suficientemente grande como para no
causar incomodidad a nadie y no les faltaba dinero como para que se piense que
su afición podría perjudicar la economía familiar.
Fue
pasando el tiempo y dejó de hacerse esa pregunta, simplemente trataba de
inspeccionar con más frecuencia sus archivos para verificar que no lo siga
saboteando y botando ejemplares.
Ella
también odiaba el té y los alfajores de manjar blanco -tanto como los diarios y revistas- porque a él le gustaban muchísimo. Lo mismo
sucedía con las corbatas, con el tenis, con los lapiceros y con las plumas
fuente. No fueron pocas las veces que encontró sus corbatas manchadas de grasa,
sus lapiceros con la punta abollada y sus bolsas de té inglés vacías.
A
pesar de eso, todos los días almorzaban juntos y a la misma hora. De lunes a
sábado -salvo alguna invitación de sus
hijos- lo hacían en casa y los domingos
iban siempre al mismo restaurante donde preparaban el mejor -según ellos-
bufet criollo de toda la ciudad. Él
-rutinario como era- siempre se
servía lo mismo: causa a la limeña de entrada, lomo saltado de segundo y
mazamorra morada de postre. Ella siempre variaba y se servía diferentes
platillos, menos lomo saltado, ni causa a la limeña ni mazamorra morada, eso sí
que lo tenía claro, es más, le parecían platillos horribles.
Uno
de tantos domingos -y estando a pocas
semanas de cumplir cincuenta años de casados-
fueron al restaurante de siempre. Todo iba como de costumbre. Se
sirvieron sus respectivas entradas, luego sus respectivos segundos y se pararon
juntos para servirse el postre. Ella se sirvió ensalada de frutas y cuando fue
a tomar una cucharita se dio con la sorpresa que habían cambiado las clásicas
cucharitas de metal por otras de plástico. Él ni se percató, tomó su cucharita
de plástico y la espero para ir juntos a su mesa. Ella se quejó con el mozo y
le preguntó por qué habían cambiado las cucharitas de metal por otras de plástico.
El mozo le pidió disculpas y le dijo que sería sólo por esa única vez, que el
nuevo administrador pensó que sería una buena medida de ahorro de costos, pero
que habiendo habido algunos reclamos, a partir del día siguiente volverían con
las cucharitas de metal.
A ella
no le convenció tal explicación y empezó a vociferar: ¿Ves? ¡Viejo de mierda! ¡Roñoso! ¿Ves donde me traes? ¿Que no se te
ocurre mejor idea que traerme siempre al mismo restaurante de mierda? ¿A esta
fonda asquerosa que no tiene ni cubiertos de metal? ¡Viejo miserable!
Los demás
comensales que se encontraban en el lugar dejaron de comer por el escándalo.
Todos los miraban atónitos. Los mozos no sabían qué hacer. No podían creerlo,
ya que eran, precisamente ellos dos, los comensales más antiguos del local, iban
desde hacía décadas. Él estaba ruborizado de vergüenza ante las miradas sorprendidas
de todo el local. Le pidió que bajara la voz, que se calmara y que por favor se
fueran ¡ya! Le dijo que la llevaría a la dulcería que quisiera, pero que por
favor se fueran de ese lugar porque no aguantaba la vergüenza por el papelón
que ella había protagonizado. A lo que ella contestó: ¿Queeeeeeeeeeeé? ¿Qué cosaaaaaaaaaaaa? Ahora resulta que -como siempre- yo tengo la culpa de todo ¿no? ¡Cabrón! En
lugar de defender a tu esposa te pones del lado de toda esta gentuza… razón
tenía mamá cuando me advirtió de que eras un pelele, un calzonudo, un huevón…
Se
encontraban los dos parados a un costado de la mesa del bufet. Él se quedó
callado, se le cayeron al suelo la mazamorra y la cucharita, le empezaron a temblar las manos y la sangre
se le empezó a subir a la cabeza. Se puso colorado como un camarón, los ojos le
brillaban y parecían salirse de su órbita. Ella se asustó y le dijo: No te vaya a dar el infarto ahora, aquí, en
este lugar, ¡viejo de mierda! Eres muy capaz de ello. No terminaba de
vociferar sus improperios, cuando de pronto, él la tomó con su mano izquierda con mucha fuerza por el cuello y con la mano derecha
la tomó por la parte posterior de su cabellera. La gente miraba estupefacta, no
podían creer lo que estaban viendo. De pronto le soltó el cuello y con esa
misma mano abrió la olla de barro que contenía mazamorra morada caliente, la
tomó del hombro izquierdo y con la mano derecha con que la tenía tomada por la
cabellera… le metió la cabeza completa en la olla.
Los
dos mozos del local se acercaron para tratar de separarlo y que suelte a la
mujer. Él había acumulado -en ese momento-
toda la fuerza de cuarenta y nueve años
de aguantar sus maltratos y sus malos humores, además era muy alto, fornido y
de joven fue deportista. Se acercaron incluso el cocinero, el maître y dos
personas más de los comensales a tratar de separarlo… pero era humanamente imposible
apartarlo. Todos eran alejados a codazos y taconazos que él les propinaba. Los
demás comensales se pararon. Algunas mujeres lloraban y le pedían a gritos que
la suelte. La mujer pataleaba desesperadamente y golpeaba la mesa con sus manos tratando de
sacar la cabeza de la olla humeante de mazamorra morada caliente. Pataleaba y
pataleaba y seguía golpeando la mesa con desesperación. La gente seguía
gritando de pavor, hasta que –poco a
poco- el pataleo se hizo menos intenso y
dejó de moverse. Ahí recién la soltó.
MAURICIO
ROZAS VALZ
Oh!¡Que terrible!
ResponderEliminarjajajajaja. Gracias por comentar como siempre, Sandrita.
EliminarSin duda la fantasía de millones, que felizmente no se animan a materializar...
ResponderEliminarGustavo Rozas Valz.
Ja ja ja, sí, más de uno se ha visto identificado en ese pobre viejo.
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