Armando
tenía un hermano mellizo llamado Ignacio, quien se volvió alcohólico entrada la
adolescencia como consecuencia de la muerte de sus padres en un terrible
accidente y por ende no pudo estudiar, y para quien, a partir de ese momento,
todo en su vida serían infortunios.
Terminada
su carrera, Armando fue llamado para trabajar en una transnacional que quedaba
en la capital y con un cargo muy alto. La gran preocupación para Armando fue
siempre su hermano Ignacio, de quien siempre se ocupó y quien cada día se
hundía más en sus depresiones y en su pernicioso vicio; pero no había nada que
hacer, Armando no podía dejar pasar esa gran oportunidad. Hizo sus maletas y
con el dolor de su corazón se tuvo que marchar.
El
tiempo fue ganando a Armando, quien además se casó al poco tiempo de llegar a
la capital y tuvo tres hijos seguidos uno del otro. En todo ese tiempo no dejó
de asistir económicamente a su hermano, pero el destino y las demandas de
tiempo y recursos económicos propias de su nueva familia, impedían que visitase
a su hermano y hacían que cada vez su ayuda hacia él fuera menor.
Luego
de algunos años, Armando se enteró de que Ignacio había falsificado su firma
para vender la casa que les habían dejado sus padres. Esto le molestó mucho, y
no porque pensara que a él debiera corresponderle la mitad, sino porque sabía
positivamente que, dados los vicios y la casi nula lucidez de Ignacio, estaba
seguro de que la casa habría sido vendida por debajo de su valor comercial, y
también, porque además sabía que Ignacio no tardaría en dilapidar ese poco
dinero. Se enteró también de que cada vez estaba peor, y pensó que ya no tenía
caso pensar en ello y dejó de llamarlo y de asistirlo.
Pasaron
muchísimos años, décadas, tantos que ambos se hicieron viejos. Armando sabía
cada vez menos de su hermano, y lo poco que conseguía saber lograba
entristecerlo. Supo que su hermano no sólo seguía bebiendo, sino que se había
vuelto completamente loco, y que caminaba andrajoso por las calles y dormía en
las bancas de las plazas. Incluso en dos oportunidades fue a buscarlo a su
ciudad y no lo logró encontrar. Luego supo que unos curas que conocían a su
familia lo habían recogido para internarlo en su albergue.
Una
tarde cualquiera, cuando Armando salía de su oficina rumbo al garaje donde
parqueaba su auto, le pareció divisar en
la vereda de enfrente a su hermano, quien, -según contaba Armando- se dio cuenta de que él lo vio y empezó a
acelerar el paso. Armando intentaba cruzar, pero el tránsito congestionado no
lo dejaba; desesperado, cruzó como pudo esquivando los autos y ganándose varios
tañidos de claxon y toda clase de insultos. Logró al fin cruzar y, quien él
creía su hermano, había conseguido sacarle una considerable distancia. Intentó
correr y empezó a gritar su nombre para que se detuviera. Luego de tres cuadras
de persecución y al doblar una esquina… no volvió a ver a quien él creía su
hermano.
Agotado
y resignado, Armando retomó su camino al garaje, tomó su auto y se marcho a
casa. Ya en su casa, toda esta escena lo había dejado confundido y no estaba
dispuesto a dejarlo ahí. Llamó a unos primos que tenía en su ciudad y les
preguntó si sabían algo de Ignacio. Su prima le dijo que sí, que es más, que
había tratado de ubicarlo para contarle que Ignacio se encontraba muy enfermo e
internado en la clínica de los curas que lo acogieron, y que tenía pocas
posibilidades de sobrevivir. Armando hizo inmediatamente sus maletas, le pidió
a su hijo mayor que lo acompañase y se dirigió al aeropuerto a tomar el primer
avión que saliera hacia ese destino.
Al
llegar, antes de buscar hotel, lo primero que hizo fue dirigirse a la clínica
donde se encontraba Ignacio, quien a pesar de su demencia reconoció
inmediatamente a su hermano y se paró de su cama para abrazarlo en llantos
inconsolables. Armando tampoco pudo contenerse y estuvieron algunos minutos
abrazados. Luego de eso le presentó a su hijo
-quien se llamaba Ignacio, como él-
de pronto se acercó la enfermera, le inyectaron los calmantes de siempre
y quedó profundamente dormido.
Armando
conversó con los médicos, quienes le dijeron que Ignacio ya no tenía posibilidad
alguna de sobrevivir y que le daban como máximo una semana de vida. Esto
entristeció mucho a Armando, se sentía culpable además por haber abandonado
durante tantos años a su débil hermano dejándolo a su suerte. Maldecía a su
esposa por egoísta tratando de buscar algún culpable más para aliviar su
conciencia. Finalmente nada lograba consolarlo… nada.
Pasaron
cuatro días e Ignacio parecía que había entrado ya en la etapa terminal. Para
esto, a Armando lo llamaron de su trabajo exigiéndole su presencia con carácter
de urgencia para un comité al día siguiente so pena de ser reemplazado.
Entonces, le pidió a una de sus primas que lo acompañase a la funeraria a
escoger un ataúd y a un cementerio privado para comprar una tumba, quería dejar
todo en orden para la inminente muerte de Ignacio. Luego de ese penoso trámite,
entró a la sala de cuidados intensivos de la clínica para despedirse con un
beso en la frente de su hermano, quien se encontraba entubado y sedado.
Tomó
un taxi rumbo al aeropuerto, ahí le dijeron que no había cupo en ningún vuelo
hacia la capital hasta dentro de tres días. Tomó entonces otro taxi rumbo al
terminal terrestre, y logró embarcarse junto con su hijo en un bus que partía
en los siguientes quince minutos. Al fin el bus partió. Armando no dejaba de
sollozar y su hijo trataba de consolarlo, se le venían a la mente todos los
juegos, travesuras y secretos que compartió con su hermano mellizo cuando
fueron niños y hasta la adolescencia. Recordaba también, aquella horrorosa
tarde en que les avisaron que sus padres habían tenido un accidente, recordaba
la desesperación y la expresión de dolor de su hermano Ignacio, quien pese a
ser su mellizo, siempre fue más débil y su protegido. Todo eso le iba contando
a su hijo mientras viajaban.
Habían
pasado sólo dos horas de viaje, cuando de pronto el bus empezó a derrapar y a
irse de lado a lado y cayó a un barranco de ciento cincuenta metros de
profundidad. A los pocos minutos llegaron las ambulancias y todos fueron
trasladados a la ciudad. Al hijo no le pasó nada, quedó ileso; Armando murió
llegando al hospital. Horas después llegó una de sus primas a recoger a su
sobrino y a que le entreguen el cuerpo de Armando, quien fue velado y enterrado
en el mismo ataúd y la misma tumba que el día anterior había comprado para
Ignacio.
Luego
se supo que Ignacio se recuperó milagrosamente y sobrevivió muchos años a su
hermano… el buen Armando, a quien jamás podría pasársele por la mente que aquel
lujoso ataúd de caoba que esmeradamente escogiera para su hermano… sería su
último lecho.
MAURICIO
ROZAS VALZ
Qué conmovedora historia...
ResponderEliminarDos Almas unidas por la misma sangre, una se refugió en una eterna oscuridad, el otro fue atormentado por las sombras de ese lazo irrompible... Una hazaña contener el llanto a esta hora del día.
Anny
Terrible y real historia, Anny.
EliminarGracias como siempre.