No recuerdo con precisión qué edad tenía cuando probé por
vez primera el café. Sé que fue en casa,
siendo muy niño, y me llamó la atención
ese líquido negro del que emanaba un olor delicioso en las tazas de papá y mamá
cuando tomábamos desayuno. Me preguntaba también por qué nosotros bebíamos
leche, mamá y papá algo distinto. Recuerdo que pedí a mamá probar de su taza y
el amor fue a primer sorbo. No se me permitió hasta tiempo después beber una
taza completa, pero podía dar sorbos de vez en cuando, y ahora lo entiendo.
Siendo también niño, aprendí a asociarlo a un local con
mesas, sillas y vista a la calle. Para mí era toda una aventura y un
indescriptible placer acompañar a papá algunas tardes a aquel viejo local de la
segunda cuadra de la calle Mercaderes, el ya extinto Salón de té Mónaco, donde
él iba todas las tardes a tomar café, fumar y conversar con sus amigos. Yo
pedía un sándwich de queso caliente y una fanta, él, café cortado con coca cola.
Me dejaba probar algunos sorbos de su taza y el aroma a café de aquel lugar me fascinaba. Algunas
veces llegábamos antes que sus amigos, y
no sé bien si el bajaba a mi nivel o yo subía al suyo (lo más probable era lo
primero), pero conversábamos de tú a tú
sin parar y nos reíamos mucho, no había la distancia Padre-Hijo, nunca me
aburrí, era muy entretenido y enriquecedor conversar con él.
Ya siendo joven, en los entretiempos de la universidad me
iba a la cafetería a tomar café y a fumar (no era buen café, pero qué más daba)
allí me encontraba con mis compañeros, y muchas veces no entrábamos a la
siguiente clase porque la conversación era, de hecho, más interesante que lo
que podían decirnos nuestros mediocres profesores (sin excepciones,
lamentablemente, pero ese es otro tema).
Por ese mismo tiempo, siempre que no había clases, al salir del trabajo
me iba a algún café, muchas veces solo, a leer un libro, una revista o a
resolver un crucigrama. Siempre me gustó ese ritual y hasta ahora lo conservo.
No podría concebir la vida sin los cafés con sus mesas y
sus sillas, sin los amigos cafeteros, sin los libros, sin las revistas, sin los
diarios, sin el olor y el sabor del café propiamente dicho… no podría.
MAURICIO ROZAS VALZ
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