Estoy en la sala de esa
vieja casa de pisos de madera crujiente. Es una soleada mañana de sábado; tengo
seis o siete años (no lo recuerdo bien). Ella riega sus plantas con entusiasmo,
con esmero, con amor. Entonces termina de sonar el disco de 45 que puso hace
unos minutos. Yo la observo, disfruto ese momento (como todos los momentos en
que le da por escuchar su interminable colección de discos). Ella saca uno
nuevo de su sobre, lo sopla y lo limpia con la manga de su saco, los ojos le
brillan, le brilla todo el rostro. Entonces baja la aguja y empieza esa
canción, sí, esa, Velvet Mornings de Demis Roussos. Empieza a tararearla y a
bailar sola. Yo la sigo observando y tarareo con ella, entonces se acerca y me
abraza con ternura y me aferro a su cintura… bailamos. Ella está feliz, yo
también. De aquel momento han pasado cuarenta años, esa casa ya no existe y
aquel disco tampoco; pero ella aún existe (felizmente) y aquella canción
también; ahora la escucho y me sigue gustando, pero ya no me alegra, ha pasado
demasiado tiempo y me produce una tristeza infinita.
MAURICIO ROZAS VALZ
Hermosas añoranzas!
ResponderEliminarGracias Sandra.
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