Hace pocos días, dando una
vuelta por la playa Punta Rocas y muy cerca del club, pasé por la que fue la
casa de mi querida Mili. Todo está muy cambiado. Aquellos días, hacia finales
de los ochentas, no había tantas casas ni edificios, por ende, tampoco había
mucha gente. La casa estaba cambiada, pero conservaba su estilo. Puedo
equivocarme, pero es muy probable que sus padres ya no existan, ya que por
aquel tiempo, hace más de veinte años, ambos rascaban los setenta.
Mili era hija única, nació en
Argentina y fue adoptada a los cuatro años de edad, suficiente para tener
memoria del orfanatorio en que vivió sus primeros años. Ella recordaba
claramente la casa grande y oscura donde dormía con muchas otras niñas, y
recordaba llorando que las obligaban a bañarse muy temprano con agua muy fría.
Toda su vida fue un drama.
Cuando recién empezó nuestro
romance, Mili era muy alegre. Ella tenía dieciocho años y yo veintiuno. Duramos
poco más de un verano juntos, fue en mil novecientos ochenta y ocho para ser
más exacto. Fue un romance muy breve pero intenso. Yo en ese entonces trabajaba
en un banco y existía el horario de verano.
Salía de trabajar el viernes a las dos y media de la tarde, y me iba
corriendo al “paradero de las moscas” y subía al primer bus que viajase de
Arequipa a Lima. Por lo general salía a las cuatro de la tarde, y
aproximadamente a las nueve de la mañana del sábado me bajaba en Punta Rocas.
Algunas veces, ella me esperaba con el auto de su mamá en plena berma, sentada
en una piedra con la cara apoyada en las manos en pose vallejiana. Se abría la
puerta del bus, y no bien ponía un pie en el suelo se colgaba de mi cuello.
Otras veces llegaba más temprano y tenía que caminar cerro abajo hasta su casa.
Nuestra ruptura no fue muy
dramática, la distancia, terminado el verano, se devoró la pasión, pero nunca
peleamos ni dejamos de ser amigos. Siempre que llegaba a Arequipa a visitar a
sus tíos me llamaba, pero poco a poco todo se fue enfriando hasta que la
comunicación se cortó del todo. Cinco años después, ya cuando ingratamente se
había borrado de mi mente, me fue a buscar a mi oficina en el banco. Me
sorprendió mucho, me emocionó el verla,
nos abrazamos muy fuerte y me invitó a cenar esa noche, pero yo tuve que ser
sincero y contarle que tenía novia. Me llamó la atención que pasado tanto
tiempo esa noticia le arrancara algunas lágrimas, y me pidió por favor que no
le niegue mis oídos, que había llegado a Arequipa expresamente para contarme
algo que no la dejaba vivir en paz y le atormentaba la existencia, y que es
más, no visitaría a sus tíos y estaba alojada en el hotel de turistas. No me
dejó alternativa, acepté temeroso y tampoco quería problemas con la que
entonces era mi novia, con la que no tenía ni dos meses y todo era felicidad.
Acudí a su encuentro muy
intrigado, me preguntaba qué podría ser “eso”
tan urgente que quería contarme, qué cosa tan especial podría llevar a
una persona a hacer un viaje para buscar a una persona que no veía hace cinco
años, pero bueno. Al fin llegué a la recepción del hotel y pregunté por ella.
Me dijeron que me esperaba en el bar. En efecto, allí estaba. Bebimos dos cafés
y luego unos pisco sours. No aguanté más y le pregunté qué pasaba, que cosa era
esa que quería contarme con tanta ansiedad y que le amargaba la vida. Me contó
con preámbulos y titubeante algo terrible, trataba de calmarla acariciándole el
pelo y la llevé a caminar por los jardines, ya los mozos nos miraban
confundidos. Nos sentamos en una banca mientras lloraba desconsolada en mi
hombro izquierdo. Resulta que su padre adoptivo había abusado sexualmente de
ella desde los doce, durante muchos años. Yo nunca lo sospeché, y en aquel
entonces, a pesar que ya no era un niño, no tenía ni idea que esas cosas
podrían ocurrir. Estúpidamente le reclamé por no habérmelo contado antes, luego
comprendí mi estupidez y no le hice más preguntas. Esperé a que se calme un
poco, no dije una palabra, le invité un cigarrillo y la llevé del brazo a
caminar por los jardines. Yo estaba estupefacto, en schock, no atinaba más que
a caminar y fumar. Luego empezó a hablar nuevamente, me contó que también
quería contarme personalmente que se iba en dos semanas a Suiza, pero a vivir,
que era parte de su plan de recuperación.
En mi mente, en ese momento,
sólo estaba la expresión de felicidad del viejo malnacido cuando le llevaba
anisado y chocolates, el odio y la sed de venganza me subían como torrente
caliente de los pies al cerebro. Y también, la imagen de la sonrisa en el
rostro de Mili, iluminada con la luz tenue del atardecer corriendo hacia mis
brazos, se transformaba de pronto en expresión de llanto inconsolable y dolor
de muerte.
Luego se calmó, me dijo que
eso no la sabía nadie, que desconfiaba hasta de los psicólogos, pero que no
quería irse para siempre sin contármelo. Me agradeció, según ella, por quitarle
un peso de encima, y que se iría más tranquila en busca de algo de paz, de la
paz que siempre, desde que nació, le fue esquiva.
Hace catorce años, lo
recuerdo perfectamente porque mi padre agonizaba, me llegó una carta desde
Suiza. En ella me decía que se había enterado por equis persona que mi padre
estaba muy mal, y que no lo tome a mal, pero lo único que podía hacer a tanta
distancia era enviarme algún dinero, y que justamente consciente de mi
soberbia, era que no había puesto su dirección ni su teléfono en el remitente
para que no lo devuelva. Era un giro sobre Nueva York por quinientos dólares.
Confieso que en ese momento lloré a lágrima viva, era la combinación de su
gesto de nobleza con la certeza de la inminente muerte de papá. Luego de eso
volvió a desaparecer por años.
Hace más o menos seis años,
un sábado de enero al mediodía, pasé caminando con un amigo justamente por su
casa de Punta Rocas, en eso escucho una voz que grita desde la playa mi nombre,
yo no sabía quién podía ser, no reconocía a aquella mujer obesa que me hacía
adioses como a treinta metros de distancia y me acerqué, y sí, era Mili, me
quedé impresionado, no había subido diez ni veinte kilos, por lo menos
cuarenta, no podía ni caminar de la gordura, su rostro que era tan bello estaba
desfigurado por una aureola de piel alrededor de la cara. Pero eso no fue lo
peor, me abrazó amorosa como siempre, y empezó a hablar incoherencias y a
preguntarme por gente que nunca conocí. No sabía que responderle, estaba
totalmente ida y con la mirada extraviada. En eso apareció por la puerta de su
casa una muchacha con uniforme doméstico que la llamó, y sin despedirse se fue
caminando apurada a su casa.
Esa fue la última y triste
vez que la vi. ¿Qué será de la vida de mi buena y sufrida amiga Mili? ¿Habrá
encontrado quizá en su desvarío o locura la felicidad que siempre le fue
esquiva?. Espero que así sea.
MAURICIO ROZAS VALZ
¿Sabes?, me reencontré con un ex de cuando estaba en el colegio, después de uhhhhhhhhhhhhh, mejor no digo la cantidad de años, la magia del pololeo ya no se vuelve a sentir más, la mirada de adulto te hace ver lo que no vistes antes, las debilidades del que estabas enamorado otrora.....
ResponderEliminarMuy lamentable la vida de tu amiga Pili mirada con los ojos de lo ajeno, quizás ella en su interioridad no veía ni sentía lo mismo.......
Esperemos que así sea, Sandra.
ResponderEliminarPobre Mili, ojalá haya logrado encontrar en la locura, esa paz que le fue negada mientras estuvo cuerda...
ResponderEliminarPor lo que cuentas, fue un ángel en un momento muy duro de tu vida, y seguramente tú eres el ángel que permanece oculto en los restos de su memoria...
Anny
Me has hecho lagrimear, Anny... hace tiempo no pensaba en esa historia.
EliminarGracias como siempre.
No fue mi intención, mil disculpas...
EliminarUn muy fuerte abrazo!
Anny.