Silvana
lo esperaba ansiosa. Hacía diez años que no se citaba con Augusto a escondidas.
La última vez que se encontraron fue en casa de Augusto, dos meses antes de que
ella se casara. Sus nervios eran mayores porque esta vez la cita era en su casa,
la misma que habitaba con su marido y sus dos pequeños hijos. Ella hubiera
preferido que el encuentro sea en otro lugar. Le daba un poco de pudor
encontrarse con su ex novio en su propia casa y donde además dormían sus hijos,
pero dado que su marido era muy celoso y a menudo la llamaba a distintas horas
al teléfono de la casa para cerciorarse de que estuviera allí y -dado también- lo irrevocable de su decisión de encontrarse
con Augusto… no veía otra salida.
Todo
salió de acuerdo a lo planeado. Augusto llegó a las once de la mañana cargando
unas cajas con uniforme de mensajero. Ella dejó la puerta de casa entreabierta
para que él, al entrar, busque el dormitorio principal dentro de todo el
laberinto de su enorme y lujosa casa donde lo esperaba totalmente desnuda y
apenas cubierta por una pequeña bata de satín plateada. También estaba ya listo
el jacuzzi lleno de espuma y una botella de champán en una cubeta de plaqué
llena de hielo con dos copas sobre el mármol.
Entro
por fin Augusto al dormitorio y, al ver a Silvana al frente suyo luego de
largos diez años… no atinó a hacer nada. Se quedó durante varios segundos
mirándola sin decir nada y con expresión confundida, como quien no llega a
creer del todo que está viendo lo que está viendo. Ella empezó a reír
nerviosamente y le hizo la típica señal de adiós con la mano izquierda con la
que ellos siempre se saludaron cuando fueron novios. Aquel saludo era una
suerte de ademán como quien desenrosca una tapa o gira una perilla hacia la
izquierda. Él le respondió el saludo de la misma forma, aprobando la
contraseña.
Él
se fue acercando sigilosamente hacia la enorme cama. Se sentó al costado de
Silvana y, lejos de abalanzarse sobre ella… empezó a acariciarle las mejillas y
pasó sus dedos por su lacia y rubia cabellera. Repitió ese ritual varias veces.
No le decía una sola palabra. Sólo le acariciaba el rostro y luego le besó las
manos. Ella también le acarició el rostro y jugó con su cabello. Él tomó el
lazo de su bata y deshizo el nudo con mucha delicadeza, quedando totalmente
desnuda ante él, quien se sacó la camisa y luego el pantalón con ayuda de los pies
para quedar recostado junto a ella.
Ella
le empezó a contar -con comas y
detalles- todo lo sucedido en su vida
durante los largos diez años que habían dejado de verse. Él le prestaba
atención. No le interrumpía. Ella no paraba de hablar y él sólo se limitaba a
acariciar su cuerpo con delicadeza hasta donde llegaba su mano. Ella se lo
permitía, parecía disfrutarlo mucho. De rato en rato, algunas de las caricias
parecían provocarle cosquillas, lo que hacía que riera con muchas ganas y eso
era algo que él disfrutaba más que cualquier cosa. La risa infantil y
escandalosa de Silvana fue lo que más extrañó en su ausencia y lo que siempre,
además, retumbaba en su memoria cuando cualquier situación hacía que la
recuerde.
El
tiempo fue pasando sin que se percataran de ello, y él, al ver la posición del
sol del atardecer que entraba por la ventana, le preguntó a qué hora llegaba su
marido con los niños. Ella miró el reloj y se paró de un salto buscando su bata.
Le dijo que se tenía que ir ¡ya! Que su marido solía llegar a las cinco de la
tarde y que ya eran las cuatro y treinta. Él se vistió presuroso, cuando de
pronto oyeron el motor de un auto que entraba por uno de los garajes. Ella lo
tranquilizó, le recordó que la casa era muy grande, que tenía todo pensado y le
pidió que la acompañe a una salida que, además de ser la más segura, sería la
única salida posible que le daría un mensaje subliminal que él tendría que
descifrar para saber al fin qué pasaría con su historia de amor
Llegaron
apurados a una puerta que estaba a espaldas de la entrada principal que daba a
un pequeño muelle donde había estacionadas varias motos acuáticas. Le dio una
llave y le dijo que la tome la de color verde y que se marche. Le dijo también
que no se preocupe por devolver la moto, que se la regalaba, que algunas veces
eran robadas y nunca nadie perdía su tiempo denunciando.
Augusto,
mientras aceleraba para pasar el oleaje con dirección al sol y miraba de reojo
empequeñecerse las casas de la costa, se preguntaba qué le habría querido decir
Silvana con eso de ‘qué pasaría con su historia de amor’; cual sería el mensaje
subliminal al que ser refería… si quizás, ella seguiría siendo tan misteriosa
como el mar… o si ese amor era tan imposible como llegar al sol por ese camino
que a todos, cual espejismo, cuando lo miramos ocultarse en el horizonte pareciera
conducirnos directamente hacia él.
MAURICIO
ROZAS VALZ
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