Bárbara
nunca me quiso. Le gusté. Le gustaba, creo. Pero nunca me quiso… ni siquiera un
poquito. No lo menciono con pena por mí, para nada. Simplemente fue así. Ahora
que lo pienso bien, creo que yo tampoco la quise mucho, pero sí algo, y ese
‘algo’ marcó una gran diferencia.
Siempre
nos encontrábamos en el Rodabolas los domingos por la tarde. Yo llegaba puntual
y con entusiasmo. Ver su motocicleta encadenada al sauce del atrio de la
iglesia era señal de que me esperaba (nunca quiso que la recoja ni que la lleve
a su casa, lo cual no dejaba de llamarme la atención pero tampoco me preocupaba
mucho). Ella estaba siempre ahí, puntual. Su expresión al verme no era la de
una chica enamorada, ni siquiera ilusionada. Era una leve sonrisa cómplice…
pero nada más. Sin mayor preámbulo y muy pocas palabras empezaban los besos y
las caricias. Larguísimos besos, luego de los cuales subíamos caminando por el
Rodabolas. Caminábamos juntos pero no de la mano. Hablábamos muy poco, lo
estrictamente necesario para no parecer un par de autistas y luego de subir
algunos niveles volvíamos a besarnos y acariciarnos. Algunos niños campesinos
de la zona ya nos conocían y nos llamaban: ‘los chascosos locos’. Yo los saludaba
sonriente, ella ni los miraba, para ella no había nadie más allí (es más, creo
que con las justas estaba yo… con las justas, quizás ni eso).
De
su entusiasmo, estado de ánimo y de sus mayores o menores ganas de besarme,
dependía la cantidad de niveles que subíamos por el Rodabolas. La intensidad y
duración de los besos dependían del nivel al que llegábamos. Fue sólo una vez
que llegamos a la cúspide y tuvimos sexo sobre la hierba… sólo una vez. Yo
pensé que ese acontecimiento cambiaría en adelante nuestro sui generis vínculo
(porque a eso no podía llamársele una relación, simplemente no lo fue, ni
formal ni paralela ni clandestina. Simplemente no fue una relación).
Pensé
que quizás ella empezaría a sentir algo distinto, algo siquiera parecido al
amor, pero no. Al siguiente domingo volvimos a encontrarnos a la misma hora y
en el mismo lugar… y su mirada fue la misma, las breves palabras de siempre y
el apuro por empezar a besarme para no perder tiempo y poder marcharse a la
hora acostumbrada.
Ambos
éramos muy jóvenes. Ella no tenía novio ni yo novia. No había diferencia de
estratos sociales ni nada que pudiera constituirse como un impedimento real
para tener una relación, sin embargo ese tema nunca se tocó. Cuando se cruzaba
conmigo por la calle me saludaba como quien saluda a un vecino. Todo eso me fue
cansando y un domingo de tantos decidí no ir nunca más al Rodabolas.
Sencillamente nunca más regresé por ahí. No estaba ni despechado ni herido,
simplemente me cansé, me aburrí, dejó de gustarme ese ritual.
Pasaron
poco más de veinte años, y una tarde me encontré con un buen amigo mío con el
que Bárbara se casó algunos años después de la última vez que nos vimos. No sé
si supo algo de lo que pasó conmigo, en todo caso no me lo preguntó, y luego de
un par de cafés le pregunté por ella. Me contó que hacía ya algunos años se
había divorciado, que no entendía cómo pudo aguantar tantos años a su lado, que
no le gustaba salir ni viajar con él, que sólo le gustaba ir a un Rodabolas los
domingos por la tarde, que nunca quiso tener hijos con él, que nunca tuvo un
solo detalle ni alguna gracia para con él, que sentía que ella no lo quería, es
más, que nunca lo quiso.
MAURICIO
ROZAS VALZ
Apuesto a que te sigue amando con "locura"... (César)
ResponderEliminar¿Tú crees?
Eliminar¡...!
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