Llegué
a casa a las 2 am. Encontré un mensaje en la contestadora del teléfono del
velador (entonces no existían los celulares) Nuevamente era Carmen, me decía
entre sollozos que la llamara a la hora que llegase, que no importaba la hora que
fuera y por favor. La llamé. Contestó de inmediato. Estaba despierta y con la
voz levemente afónica me pidió que vaya a verla, también me dijo que no quería
crearme problemas y que si no podía… ni modo. Tomé mi abrigo y mis guantes y una
vez más salí a su encuentro, caminando. Vivía relativamente cerca de mi casa.
Estaba
por llegar a su casa, y a unas tres casas de distancia se podía escuchar
nítidamente las Memorias de una vieja
canción, cantada por Gina María Hidalgo y era la única casa de la cuadra que
tenía las luces encendidas. Me abrió apenas toqué el timbre. A pesar de la hora
que era, Carmen seguía con el sastre azul, la camisa blanca y los tacos negros
del uniforme de su trabajo. Sus ojos estaban totalmente hinchados con dos
riachuelos negros de rímel que llegaban hasta sus labios y el cabello
desordenado. Sin decir palabra y haciéndome una señal con la quijada me hizo
pasar. Aún no terminaba: Memorias de una
vieja canción y la seguí hasta su comedor. Me jaló una de sus sillas
vienesas y se sentó en otra. En la mesa había una jarra de vino que iba por la
mitad, una copa -que también iba por la
mitad- una cajetilla de cigarrillos Hamilton
casi vacía y un cenicero con un cerro de colillas. Luego, sin preguntarme se
levantó, sacó una copa del aparador y me la llenó. Luego se volvió a sentar
frente a mí, apoyo su mentón en una de sus manos, luego en otra, y luego
recostó su cabeza sobre sus brazos y arrancó en un llanto silencioso pero muy
intenso que hacía que todo su cuerpo temblara.
Así
estuvo durante largos minutos. No le pregunté nada. Sólo le rascaba la cabeza y
le acariciaba las orejas tratando de consolarla. Todo era muy extraño. Ella no
decía nada, absolutamente nada. Un fuerte ataque de tos hizo que pare de
llorar. Tomó aire. Se calmó. Me tomó de la mano y en silencio me llevó a paso
lento hasta su dormitorio. Era primera vez que me hacía pasar hasta allí. Me
llamó la atención que en una esquina hubiera una réplica de La Torre Eiffel de
metal de aproximadamente dos metros de altura. La cama estaba sin tender. Abrió
las puertas de su closet y me mostró el lado de él… que estaba vacío. Luego
abrió los cajones del velador del lado de él, que también estaban vacíos. Luego
me enseñó una carta amarillenta que no quise recibirle y la arrugué en sus manos.
Seguíamos ambos sin decir palabra. Memorias de una vieja canción había terminado hacía rato y me hizo una señal
con la mano de que la espere. Caminó con prisa hacia el comedor y volvió a
poner la misma canción pero con el volumen un poco más alto y regresó al
dormitorio. Con sus manos me empujó ligeramente sobre su cama para que me siente.
Luego jaló una banqueta y subió en ella para buscar algo en la parte más alta
de su closet: eran varios álbumes de fotos que empezó a lanzar sobre su cama.
Luego se sentó a mi lado y empezó a pasar hoja por hoja. Me enseñaba muchas
fotos con él en diferentes lugares de Europa. Comenzó a sonreír y luego hasta
reír. Al cabo de unos segundos, volvió a entristecerse y otra vez rompió en
llanto y comenzó a arrancar las hojas de los álbumes y a romper fotos a
discreción. La tomé de las muñecas con fuerza y la abracé con firmeza hasta que
se calme.
Así
nos quedamos varios minutos. Luego se apartó y volvió al comedor a repetir la
canción y trajo al dormitorio las dos copas de vino que se quedaron sobre la
mesa. Bebimos unos sorbos y de pronto escuchamos los llantos de Lucía que
venían del dormitorio contiguo, quien al parecer se había despertado por el
volumen del estéreo. Carmen me volvió a tomar de la mano para que la acompañe a
ver a Lucía que también lloraba inconsolablemente. Carmen la cargó, la arrulló,
la acarició y me miró como diciendo: y ahora… ¿qué voy a hacer?
Regresó
hasta su dormitorio con Lucía en brazos y se sentó en la base de su Torre
Eiffel haciéndole caballito con su
pierna izquierda. Con su brazo derecho abrazaba la torre y con el izquierdo
cargaba a Lucía.
Carmen
lloraba, Lucía lloraba. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Sólo trataba de
entender -mientras observaba todo eso en
silencio- cómo era posible que durase
tanto tiempo un dolor y tan intensamente como el primer día. Ya habían pasado
poco más de tres años de aquel viaje de luna de miel a Europa del que regresó
sin él y sin saber siquiera que estaba embarazada.
MAURICIO
ROZAS VALZ
Mau qe bien qe escribes, me llevaste a cada momento de la historia, era como si mirara cada escena qe describes asi tan real! Gracias por compartir. Un abrazo :)
ResponderEliminarCalittha.
Y bueno Calittha, siempre me comentas cosas bonitas. Besos para ti.
EliminarFue inevitable meterme en la historia y sentir en la piel el dolor de Carmen y la niñez empañada de Lucía...
ResponderEliminarEsto es un hecho tan real, y más común del que puedas imaginar...
Sería ideal que muchas mujeres tengan acceso a esta historia y sientan como yo, la enorme necesidad de proteger a nuestros niños del dolor que la vida nos otorga, pues su niñez no debe estar empañada con nuestras lágrimas, ya que, su única preocupación a esa edad debería ser con cual juguete divertirse y sonreír como sólo ellos saben hacerlo, con el alma!
Una vez más, agradecida de leerte, pues, en esta ocasión me llevas a la reflexión.
Anny
Qué bonito lo que me comentas, Anny. Muchas gracias como siempre.
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