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martes, 20 de noviembre de 2012

MEMORIAS DE UNA VIEJA CANCIÓN






Llegué a casa a las 2 am. Encontré un mensaje en la contestadora del teléfono del velador (entonces no existían los celulares) Nuevamente era Carmen, me decía entre sollozos que la llamara a la hora que llegase, que no importaba la hora que fuera y por favor. La llamé. Contestó de inmediato. Estaba despierta y con la voz levemente afónica me pidió que vaya a verla, también me dijo que no quería crearme problemas y que si no podía… ni modo. Tomé mi abrigo y mis guantes y una vez más salí a su encuentro, caminando. Vivía relativamente cerca de mi casa.

Estaba por llegar a su casa, y a unas tres casas de distancia se podía escuchar nítidamente las Memorias de una vieja canción, cantada por Gina María Hidalgo y era la única casa de la cuadra que tenía las luces encendidas. Me abrió apenas toqué el timbre. A pesar de la hora que era, Carmen seguía con el sastre azul, la camisa blanca y los tacos negros del uniforme de su trabajo. Sus ojos estaban totalmente hinchados con dos riachuelos negros de rímel que llegaban hasta sus labios y el cabello desordenado. Sin decir palabra y haciéndome una señal con la quijada me hizo pasar. Aún no terminaba: Memorias de una vieja canción y la seguí hasta su comedor. Me jaló una de sus sillas vienesas y se sentó en otra. En la mesa había una jarra de vino que iba por la mitad, una copa  -que también iba por la mitad-  una cajetilla de cigarrillos Hamilton casi vacía y un cenicero con un cerro de colillas. Luego, sin preguntarme se levantó, sacó una copa del aparador y me la llenó. Luego se volvió a sentar frente a mí, apoyo su mentón en una de sus manos, luego en otra, y luego recostó su cabeza sobre sus brazos y arrancó en un llanto silencioso pero muy intenso que hacía que todo su cuerpo temblara. 

Así estuvo durante largos minutos. No le pregunté nada. Sólo le rascaba la cabeza y le acariciaba las orejas tratando de consolarla. Todo era muy extraño. Ella no decía nada, absolutamente nada. Un fuerte ataque de tos hizo que pare de llorar. Tomó aire. Se calmó. Me tomó de la mano y en silencio me llevó a paso lento hasta su dormitorio. Era primera vez que me hacía pasar hasta allí. Me llamó la atención que en una esquina hubiera una réplica de La Torre Eiffel de metal de aproximadamente dos metros de altura. La cama estaba sin tender. Abrió las puertas de su closet y me mostró el lado de él… que estaba vacío. Luego abrió los cajones del velador del lado de él, que también estaban vacíos. Luego me enseñó una carta amarillenta que no quise recibirle y la arrugué en sus manos. Seguíamos ambos sin decir palabra.  Memorias de una vieja canción  había terminado hacía rato y me hizo una señal con la mano de que la espere. Caminó con prisa hacia el comedor y volvió a poner la misma canción pero con el volumen un poco más alto y regresó al dormitorio. Con sus manos me empujó ligeramente sobre su cama para que me siente. Luego jaló una banqueta y subió en ella para buscar algo en la parte más alta de su closet: eran varios álbumes de fotos que empezó a lanzar sobre su cama. Luego se sentó a mi lado y empezó a pasar hoja por hoja. Me enseñaba muchas fotos con él en diferentes lugares de Europa. Comenzó a sonreír y luego hasta reír. Al cabo de unos segundos, volvió a entristecerse y otra vez rompió en llanto y comenzó a arrancar las hojas de los álbumes y a romper fotos a discreción. La tomé de las muñecas con fuerza y la abracé con firmeza hasta que se calme. 

Así nos quedamos varios minutos. Luego se apartó y volvió al comedor a repetir la canción y trajo al dormitorio las dos copas de vino que se quedaron sobre la mesa. Bebimos unos sorbos y de pronto escuchamos los llantos de Lucía que venían del dormitorio contiguo, quien al parecer se había despertado por el volumen del estéreo. Carmen me volvió a tomar de la mano para que la acompañe a ver a Lucía que también lloraba inconsolablemente. Carmen la cargó, la arrulló, la acarició y me miró como diciendo: y ahora… ¿qué voy a hacer? 

Regresó hasta su dormitorio con Lucía en brazos y se sentó en la base de su Torre Eiffel  haciéndole caballito con su pierna izquierda. Con su brazo derecho abrazaba la torre y con el izquierdo cargaba a Lucía. 

Carmen lloraba, Lucía lloraba. Yo no sabía qué hacer ni qué decir. Sólo trataba de entender  -mientras observaba todo eso en silencio-  cómo era posible que durase tanto tiempo un dolor y tan intensamente como el primer día. Ya habían pasado poco más de tres años de aquel viaje de luna de miel a Europa del que regresó sin él y sin saber siquiera que estaba embarazada. 


MAURICIO ROZAS VALZ

4 comentarios:

  1. Mau qe bien qe escribes, me llevaste a cada momento de la historia, era como si mirara cada escena qe describes asi tan real! Gracias por compartir. Un abrazo :)
    Calittha.

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    1. Y bueno Calittha, siempre me comentas cosas bonitas. Besos para ti.

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  2. Fue inevitable meterme en la historia y sentir en la piel el dolor de Carmen y la niñez empañada de Lucía...

    Esto es un hecho tan real, y más común del que puedas imaginar...

    Sería ideal que muchas mujeres tengan acceso a esta historia y sientan como yo, la enorme necesidad de proteger a nuestros niños del dolor que la vida nos otorga, pues su niñez no debe estar empañada con nuestras lágrimas, ya que, su única preocupación a esa edad debería ser con cual juguete divertirse y sonreír como sólo ellos saben hacerlo, con el alma!

    Una vez más, agradecida de leerte, pues, en esta ocasión me llevas a la reflexión.

    Anny

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    1. Qué bonito lo que me comentas, Anny. Muchas gracias como siempre.

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