Marcelo salió al encuentro
de Valeria. Habían quedado en encontrarse en la pequeña plaza que se ubicaba al
medio del enorme parque que fue testigo de todo su romance. La hora era la de
siempre: 2 pm, a la salida de la universidad.
Marcelo llegó puntual,
esperó a Valeria unos minutos, interminables para el sufrido Marcelo,
perdidamente enamorado y aún con el corazón ileso, sin cicatrices, lo que lo
hacía particularmente vulnerable. Al fin ella llegó. No había tardado más de
diez minutos, los suficientes para angustiar a Marcelo, quien la abrazó como si
hubiese llegado de la guerra.
Ella le propuso el juego de
siempre. Jugaban a las escondidas de a dos. Este juego le gustaba perversamente
a Valeria. La angustia que despertaba en Marcelo los pocos minutos que le tomaba
encontrarla le producían un morboso placer. Él accedió como siempre, no porque
la idea le gustara, sino porque le era casi imposible decir que no a cualquier
cosa que ella le propusiera.
Empezó el conteo. Marcelo se
tapó los ojos contra un árbol y contó
obedientemente hasta sesenta. Empezó la
búsqueda, árbol por árbol, rincón por rincón, arbusto por arbusto, pasaban los
minutos y no la encontraba. Regresó al lugar de origen y repitió la ruta: árbol
por árbol, rincón por rincón y arbusto por arbusto. No la encontró, incluso
caminó hasta los parqueos y buscó detrás de los automóviles y nada. Marcelo
empezó a angustiarse más de lo normal. Comenzó a gritar el nombre de Valeria
pidiéndole que pare el juego, que no lo asuste de esa manera. Sólo se oyó
silencio por algunos minutos. De pronto Marcelo empezó a escuchar la risa de
Valeria. Trató de ubicar con el oído de donde venían las risas. De
pronto escuchó: «Oye tontín cuadriculado, ¿no eres capaz de salir de tus
coordenadas conservadoras? Mira hacia arriba también, pues, ¡tontín!». En
efecto, Valeria estaba en la copa de una palmera muy alta.
Marcelo no entendía cómo
había hecho Valeria para subir hasta lo más alto de aquella palmera. Esto lo asustó mucho. La palmera era en realidad muy alta. Le pidió que se quedase
quieta, que no hiciera el menor intento de bajar sola, que podría caerse.
Valeria empezó a reír a carcajadas, burlándose de la angustia de Marcelo. «Tranquilo
chiquito bien… tranquilo… yo sé trepar árboles, mi niñito engreído, mi hijito
de mamá», le decía, mientras un angustiado Marcelo pedía ayuda a los transeúntes para que llamaran a algún rescatista.
Valeria empezó a bajar de la
palmera a pesar de los ruegos de Marcelo. Aquella palmera no era precisamente derecha,
era muy arqueada y estaba al borde de un malecón empedrado de barandas color
cemento. La copa daba hacia el lecho del río que corría detrás del
malecón. Logró bajar sólo unos
centímetros. Al pié de la palmera se aglomeró un grupo de curiosos que la observaban angustiados, y junto con Marcelo, le pedían a gritos que se
quedase quieta y esperara a los rescatistas. Ella no hizo caso y en el
siguiente movimiento perdió el equilibrio cayendo directamente sobre el
lecho del río.
Presa de la desesperación,
Marcelo corrió hacia las barandas del malecón para ver dónde había caído.
El muro era muy alto y sólo se veía el río y los arbustos que poblaban uno de
sus lechos. No había ni luz de ella. Cabía la posibilidad que hubiese caído al
mismo río o a los arbustos. Empezó a correr en dirección contraria a la
corriente, tratando de buscar un lugar para poder bajar y caminar a lo
largo del lecho del río, ya que la altura desde donde estaba era mucha. Corrió
como quinientos metros, al fin encontró unas barandas rotas y un enorme basural
que le facilitaba el bajar hasta el río.
Marcelo seguía corriendo
desesperado hasta el lugar donde cayó Valeria. Una vez ahí, comenzó a gritar su
nombre otra vez mientras buscaba por entre los arbustos. No dejaba ni un solo
metro cuadrado sin revisar. Fueron pasando los minutos y las horas, y ya se había alejado muchísimo del lugar en donde aproximadamente había
caído Valeria. Había algunos tramos donde no había tierra para caminar y tuvo
que mojarse hasta la cintura para seguir avanzando. A su paso encontró a unas
personas lavando ropa y les preguntó si la habían visto; las señoras le
dijeron que no y algunos niños le dijeron que sí, que una señorita muy bonita
había pasado nadando. Las madres de los niños rieron y le dijeron que no les hiciera
caso, que los niños eran muy fantasiosos. Marcelo les quiso creer y siguió
caminado río abajo.
Habían ya pasado algunas
horas, eran aproximadamente las seis de la tarde y Marcelo empezaba a cansarse,
pero no perdía la esperanza de encontrarla.
Al fin oscureció, y con la
luz de la luna llena siguió caminando y gritando el nombre de Valeria y
así seguiría hasta lo que le permitieran las piernas. No estaba dispuesto a perderla de ninguna manera. Eso lo tenía muy claro.
MAURICIO ROZAS VALZ