Me llamó
una noche. No recuerdo con precisión cómo fue que consiguió mi número. Habían
pasado algunos años, los suficientes para no olvidarla. Era una historia que yo
había dado por concluida de forma irreversible, tuve que comerme mis palabras
crudas y sin sal.
Quedamos
en vernos al día siguiente. Su voz y sus comentarios inoportunos pero no menos
graciosos no habían cambiado en nada desde la última vez que la vi. Tampoco
podía olvidar del todo la angustia de aquella despedida que, hasta hacía unos
minutos, creía definitiva. El tiempo transcurrido había sido el preciso para
cicatrizar las heridas sin que terminara el amor. A pesar de lo irreversible
que creía nuestro adiós definitivo, algo me decía que aquello merecía un final
de novela. No era justo que terminase como terminó, no era justo, para nada.
Ese final mediocre estaba bien para cerrar un capítulo, y ni siquiera eso,
estaba bien para finalizar un amor vulgar de dos simplones, pero no para cerrar
el nuestro.
Lo
nuestro era una novela, y debía terminar como tal.
Esa
noche no dormí bien, las horas del día se hicieron interminables y en mi mente
sólo transcurrían pasajes que creía olvidados y también posibles escenas que
vería más tarde. Ella lo ocupaba todo.
Llegué a
la dirección que me había dado. Me esperaba afuera, de pie sobre la acera. Y
sí, era ella, estaba igual, todo igual, no había cambiado nada. Llevaba puesto
un vestido de verano que dejaba al descubierto toda su espalda desde la nuca,
perfecta, bronceada y que ella sabía que era mi debilidad. Sí que era perversa,
no había cambiado. Y yo me dejaba caer sin resistencia.
La llevé
a almorzar a un viejo restaurant al que voy desde pequeño. Es a ese restaurant
adonde siempre he llevado a mis novias, ex-novias, “afanes”, amigas, compañeras
de trabajo, primas y hasta tías. Los mozos de aquel lugar son los mismos desde
hace veinte años. Ellos creen que soy un mujeriego sin remedio. Cuán
equivocados están ¡Ya lo hubiese querido! En todo caso, no tengo prisa para que
se sepa la verdad, pero ése es otro tema. Yo pedí lo de siempre y ella un plato
dietético. Bebimos unas cervezas. Luego de la tercera botella mi voz por fin se
serenó un poco, ya no me trababa y ella que reía a carcajadas al ver que me
salpicaba el guiso y se me caían los cubiertos de las manos. Conversamos mucho,
me fue contando todo lo que había acontecido en su agitada vida en los últimos
años. La verdadera novela era la suya, yo era simplemente un personaje más que
pretendía protagonizar uno de sus más intensos capítulos, y creo que así fue.
Fue a
partir de ese prolongado almuerzo que empezó una larga historia de convivencias
breves, dolorosas separaciones que no duraban mucho, cortos viajes a lugares
cercanos que parecían brevísimas lunas de miel, extensas y frecuentes cartas
manuscritas que describían con precisión el dolor que nuestra ausencia
provocaba en el otro.
Todo
terminó una noche, luego de una prolongada agonía de dos meses. Eran los
estertores del amor y la valiente resistencia que opusimos ambos a un final que
sabíamos en el fondo inexorable. Aquella triste noche ella repetía una y otra
vez en su estéreo la canción “Ojos negros” que, según ella, le hacía
recordarme.
Finalmente
nuestra historia tenía un final de novela. Las cuentas estaban saldadas. No me
podía quejar. Era lo que yo buscaba.
MAURICIO ROZAS VALZ
Hermoso relato... Lleno de melancolía.
ResponderEliminarNo creo haya sido un final de novela, sólo sirvió para cerrar un ciclo de sus vidas, el cual mantuvo retumbando sus memorias con los recuerdos que aún llenos de heridas, no podían vencer el amor que se sentían..
Buen punto. Gracias por el comentario
EliminarMe dejó pensando, y un poco triste, sobretodo porque yo sí creo en esos amores que son para siempre. Me encanta leerte, como siempre, es un espacio en el que puedo desacelerar, al menos por un rato ;)
EliminarGracias como siempre por comentar, Su. Eres generosa. Tengo un texto sobe el amor eterno en este blog. Se llama 'Aventurera' y es de los primeros. Un abrazo.
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