Mi
amiga la actriz me citó para almorzar en una cevichería ubicada en Pueblo
Libre. Me dijo que prefería aquel lugar porque era muy escondido, sencillo y discreto,
y porque, al menos ahí, estaría a salvo de las cámaras carroñeras de los periodistas
de espectáculos y de las malas lenguas que tanto daño le habían causado. Me
dijo también que los dueños de aquel local la conocían desde pequeña porque de
niña había vivido cerca de allí. Me dijo que quería verme y que le contara de
mí, pues ya hacía muchos años que me había perdido de vista, y que ella también
tenía muchas cosas que contarme.
Llegué
un poco retrasado. Aquella dirección resultó muy difícil de ubicar, pese a
todas las indicaciones que ella me iba dando por teléfono. Finalmente tuve que
dejar el auto estacionado sobre la vereda, en una calle angosta, a la sombra de
un viejo sauce. Allí me esperaba un muchachito desconocido, quien me condujo
por unas callejuelas peatonales que atravesaban un terreno baldío lleno de
maleza. Finalmente llegamos al lugar.
Ahí
me esperaba mi amiga. Vestía un sencillo blujean desteñido y una blusa blanca,
y calzaba unas sandalias. Me abrazó muy fuerte y me dio un beso en cada
mejilla. Tuvo palabras generosas sobre mi apariencia, que preferí, por mi bien,
creerlas sinceras. Luego nos sentamos, pedimos unas cervezas y algo de comer.
Me contó de su vida como actriz en México. Me mostró un viejo y amarillento
álbum de fotografías, entre las que destacaba una que se había tomado junto a
Octavio Paz, apenas tres meses antes de su muerte. Eso me gustó: estaba ya
harto de la moda de las fotografías por celular. Luego me contó de su
matrimonio con un diplomático y de su posterior divorcio. Me contó también de sus
dos hijas y de la reciente partida de su madre y del dolor que aquello le había
causado. Así fueron pasando las horas mientras bebíamos una cerveza tras otra,
hasta que dieron las diez de la noche.
Le
dije que debíamos irnos ya. Me rogó que por favor esperáramos un poco, que los
dueños de aquel local eran sus amigos y que allí también funcionaba un
alojamiento. Insistió en que era muy peligroso cruzar aquel galpón y caminar
por esas calles a aquella hora, pues nos podían asaltar. Me dijo que prefería
que no manejara en ese estado. Además, por ahí no solían pasar taxis. Por mi
auto, recalcó, no debía preocuparme: sus amigos, los dueños del local, ya se
encargarían de enviar a alguno de los chicos de servicio a que lo vigilara.
Estábamos
algo ebrios, aunque no tanto como para perder el hilo de la conversación. De
manera que pasamos a un ambiente al que se accedía atravesando un pasillo muy
oscuro. Era una habitación muy grande, en la que había unas treinta camas de
una plaza, con una cubrecama de color mostaza, separadas medio metro una de
otra. Cubría las paredes un viejo empapelado con flores verdes, todo iluminado
por unas luces de neón blancas. El piso era de cemento sin pulir. Había unas
cuantas personas tendidas, algunas durmiendo, otras leyendo un diario y otras más
pendientes de alguna telenovela mexicana resonando desde un viejo televisor suspendido
de un rack.
Nos
sentamos en una de las camas que daba a una ventana de hierro con las persianas
abiertas. Desde allí se veía la calle y la gente pasar. Luego se echó, acomodando
su cabeza entre mis piernas. Empezó a contarme de su nueva vida, ya de regreso
en casa de su padre, y del dolor indescriptible que le producía la
imposibilidad de quererlo, pese a su buena voluntad. Me contó que le partía el
alma el ver todos los esfuerzos que hacía aquel señor por ganarse su afecto.
Pero visitarlo era todo lo que ella podía hacer sin violentarse. ¿Era justo que
la vida la castigara así? ¿Y por qué, siendo su hermano mayor un hombre tan
bueno, terminó huyendo a Europa a escondidas sólo para no tener que vivir más
con aquel viejo? Me dijo también que era muy injusto que su madre le pidiera
que no dejase solo a su padre, que por favor lo cuidara, que debía
prometérselo, pues ella todavía lo amaba. Todo eso le daba mucha rabia, y
esperaba con ansias el día que aquel señor muriese. Incluso solía tener sueños
recurrentes en los que el viejo efectivamente moría, en medio de agonías cada
una más espantosa que la otra. Curiosamente, aquello, lejos de asustarla o
apenarla, le alegraba mucho. Me preguntó si eso que me contaba me decepcionaba de ella, y si a partir de entonces ya no la
querría igual. Le dije que no, que yo también soñaba con el día en que aquel
viejo hijo de puta muriese, pero no de muerte natural, no, sino atragantado con
un ratón enloquecido royendo su garganta.
MAURICIO
ROZAS VALZ
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