Pequeño, marrón claro y con la cola
bien erguida, andaba siempre Peluchín, un gracioso shitzu por las calles del
barrio. Era viejito, un poco cojo y además tenía un ojo lastimado por el
salvaje ataque de un perro más grande que él.
Solía seguirme, aunque tímidamente,
moviendo la cola, pero manteniendo la distancia de algunos pasos cuando yo
llegaba o salía de la urbanización.
Hace algún tiempo, noté llegando a
avanzadas horas de la noche, que habían empezado a dejarlo dormir a la
intemperie, expuesto al frío y a quién sabe que otros peligros. En dos
oportunidades intenté llamarlo para hacerlo dormir en la cocina, pero no se
atrevía a acercarse tanto, sólo movía la cola a una distancia prudencial;
algunas madrugadas lo había sorprendido retozando en el jardín.
Después de varios días de no verlo,
preguntando, he sabido que se ha perdido, convirtiéndose en una víctima más de
la negligencia y el desamor.
Hay ventanas en la vida de una
persona, desde donde es posible conectar de veras con estos nobles animales,
reflejarse en sus puros e inocentes ojos, y es entonces que ya no es posible no
quererlos. Como cuando nos regalan su incondicional afecto y lealtad (que ningún ser humano es capaz de brindar), y
cuando su única alegría y recompensa es justamente disfrutar de nuestra
presencia y atención, poblando de alegría y gratos momentos el inmenso vacío de
nuestras áridas existencias.
¡Pobre Peluchín! Seguramente que no hubo un lugar preferencial
en el agrietado y duro corazón de tus ordinarios e insignificantes dueños para
ti, y tus achaques comenzaron a ser para ellos sólo un motivo de malestar,
gastos e incomodidad.
Hoy, indagando por la zona, he
sabido que fue encontrado el domingo de hace tres semanas por el vigilante, a
tres cuadras de la urbanización, en el límite de una calle que seguramente era
el último lindero en el mundo mágico de Peluchín. Lo reconoció y trajo de
vuelta a la puerta de su casa, dónde ya rara vez se le permitía entrar.
La chocolatera de la esquina me
contó ayer, que el siguiente lunes estuvo toda la tarde echado en esa esquina
limítrofe donde fue por última vez visto; que al caer la noche, de pronto se
incorporó y pesadamente cruzó la calle dónde terminaba para él lo seguro y
conocido.
¿Qué grado de rechazo y desamor pudo
llevar a un animalito gregario, dependiente y enfermo, a afrontar la angustia y
el temor al desarraigo de un voluntario autoexilio?
En la ventana de esta noche triste
de primavera, imagino por última vez a Peluchín, aletargado en la vereda de
aquella calle transitada. Algunas veces, al caer la tarde, la brisa nos susurra
al oído el eco de algún recuerdo querido y lejano… seguro Peluchín fue
despertado, cuando oyó -o creyó hacerlo- a la distancia, una querida, suave y
dulce voz que al otro lado de la calle con insistencia lo llamó… movió la cola,
se incorporó pesadamente, cruzó la calle a lo desconocido y sin dudarlo la
siguió… ya no hubo temor y tampoco estaba solo, la indiferencia y el olvido viajaban
con él, cuando se adentró por última vez en la azul penumbra de aquel atardecer
indolente en que para siempre se marchó.
¡Hasta nunca, Peluchìn!
Gustavo Rozas V.
ayyy, a mi las historias de animales me conmueven profunda y especialmente. Me he dado cuenta que, desde que tengo a Tequila, mi perro, no tengo tolerancia alguna frente a historias tristes o incluso la muerte de cualquier tipo de animal, en especial, los perros. Si tan solo la gente fuera mas HUMANA y menos SER.
ResponderEliminarTodo por ellos, gringa. todo por ellos
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