Hace ya algún tiempo, en mi
agitado trajín en busca de un techo donde desparramar mis huesos, tuve, para
variar, una experiencia que quiero compartir:
El letrero SE ALQUILA en el
departamento de un edificio, en una céntrica calle miraflorina, detallaba los
números de teléfono. Tomé debida nota y llamé tan pronto como pude. Era la voz
de un señor con acento marcadamente piurano. Me describió el área y las
características del departamento. El costo y las condiciones sonaban
interesantes, así que decidí sacar cita lo más pronto posible dada mi premura.
Llegué puntual a la cita. El
edificio era nuevo y no se veía nada mal. Toqué el timbre, me abrió el mismo
señor y muy amable me hizo pasar para enseñarme los espacios. Tenía buen
tamaño, dos dormitorios, sala, comedor, una buena cocina, dos baños y cuarto de
servicio.
Hasta ahí todo iba bien.
Pasé detenidamente por la cocina, la sala, el segundo dormitorio y todo iba
bien. El dormitorio principal estaba cerrado, era el último ambiente que faltaba
ver. El señor sacó una llave de su bolsillo y abrió. Ahí entendí el por qué del
precio cómodo, aunque quizá el señor lo ignoraba. Cuando llegué -minutos antes de la cita- le pregunté al portero cuánto tiempo estaba
alquilándose el departamento y me contestó que hacía casi tres meses, y que lo
venían bajando poco a poco ya que nadie quería tomarlo. Entonces entendí todo,
asocié lo que me dijo el portero, con la puerta cerrada y que fuera el último
ambiente que quería mostrar.
Fue entonces que el pobre
señor abrió la puerta del dormitorio principal, y un olor nauseabundo a pezuña
salió de la habitación como una lengua de fuego, era algo impresionante, ni en
mis más sufridos viajes en combi en pleno verano había sentido algo semejante,
ni siquiera aquel día en que, siendo adolescente, me tomaron el examen médico
para la boleta militar y me hicieron desnudar y colocar mi ropa en un solo
ambiente lleno de reclutas que emanaban toda clase de miasmas vomitivos. Esto
era algo peor. Acerqué mi nariz a las paredes, a las puertas del closet, a las
cortinas y a todo. El olor a patas estaba impregnado en lo más profundo de las
estructuras.
Empalidecí, sentí un vacío
en las entrañas y unas ganas irresistibles de vomitar. Una verdadera pesadilla.
Salí corriendo hasta el pasillo tapándome la nariz para poder respirar. El
señor me miraba confundido. Le agradecí, le dije que le avisaría.
Mientras bajaba por el
ascensor, pensaba en la mala suerte de este señor. Lamentablemente, no existe
ninguna norma legal que estipule el olor a patas como causal de reparación
civil por daños y perjuicios y que pueda incluirse en un contrato de alquiler.
Pensé que debería incluirse en el código civil. Era obvio que si en tres meses
el hedor no se había ido, ya no se iría nunca, ni demoliendo el edificio.
Me entró la tentación de
subir de nuevo y aconsejarle a este pobre señor que tapie ese dormitorio con
cemento y para siempre, y que lo alquile como de un solo dormitorio, no veo
otra solución. Pobre señor.
MAURICIO ROZAS VALZ
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