La dulce Cecilia nació en un
hogar aparentemente normal. Era casi una niña cuando le conocí. Yo era mayor
que ella, no tanto como para poder ser biológicamente su padre, pero la
diferencia era muy notoria. Cuando nos hicimos amigos, me hablaba de sus padres
muy orgullosa como cualquier chica normal. No podía imaginar que tras esas
palabras se escondía una realidad totalmente diferente.
Era hija única, y conforme
nos fuimos conociendo, empezó a hacerse evidente para mí, que ya no era un
chiquillo, lo disfuncional de su familia. Su padre era un hombre muy violento,
y más de una vez lo vi a altas horas de la madrugada rodeado de prostitutas
haciendo escándalo y protagonizando reyertas en plena calle. Su madre era casi
un fantasma, casi nunca estaba en casa, y era muy poco, por no decir nada
amorosa con ella. Se la pasaba en las iglesias y en grupos de oración todas las
noches, los fines de semana y cuanto tiempo libre tenía.
Ceci entonces creció
prácticamente sola. El único vínculo familiar más o menos sólido que tuvo fue con
su abuela, quien a veces la recogía del colegio y se la llevaba a su casa; pero
mucho no podía hacer, ya que trabajaba mucho, tenía una familia numerosa y una
casa muy grande de que ocuparse.
Poco a poco, nuestras conversaciones
telefónicas se fueron haciendo más extensas. Nos pasábamos horas conversando.
Así me fui enterando de toda la novela de horror que fue su vida desde que
nació. A mí todo eso me enternecía y me asustaba, porque sin darme cuenta
empecé a quererla demasiado y a necesitarla cada vez con mayor frecuencia.
Bastaba un día que no la viese o por lo menos no hablara por teléfono con ella,
para sentir que me devoraba un abismo de angustia. Era una combinación de
instinto de protección paternal y de incontrolable atracción, ya que era muy bonita,
su voz era muy suave, y ya tenía un cuerpo de mujer (Más de una vez pensé en
huir de esa novela, y vaya que hice mis intentos, pero fueron en vano. Sabía
que era terreno pantanoso, pero ya las arenas movedizas estaban a la altura de
mi cuello).
Pasamos, como era de
esperarse, de las llamadas a los encuentros a escondidas. No podía ser de otra
manera. Yo era notoriamente mayor que ella, y además, su padre era muy
violento, andaba siempre borracho y portaba pistola. Más de una vez ahuyentó
con balazos al aire a sus jovenzuelos pretendientes. Era realmente suicida -además
de punible- continuar con esa historia. En efecto, no duró mucho. No tardó en
enterarse su madre, quien luego de golpearla salvajemente hasta dejarla
inconsciente, la llevó de los pelos a comparecer ante tres sacerdotes de
distintas parroquias a confesar sus pecados con lujo de detalles, y de paso
satisfacer los oídos perversos y onanistas de estos despreciables señores,
humillándola. Con un látigo en la mano la obligó a leer en voz alta las páginas
más íntimas del diario que escribía desde muy niña, y que luego fue quemado sin
piedad ante el llanto inconsolable de Ceci. (Conocí ese diario. Alguna vez me
lo enseñó muy entusiasta, me dijo que si ella alguna vez muriese, me lo dejaría
para que escribiera la novela de su vida. Era un cuaderno grueso empastado,
forrado con papel lustre amarillo y un adhesivo con la figura de Candy).
Todo ese espantoso suceso me
lo contó su mejor amiga. Ceci no me volvió a llamar. También me contó que la
habían castigado por un mes sin salir de su dormitorio, que sólo podía ir al
baño, y que incluso ingería sus alimentos dentro de sus cuatro paredes. Me
contó también que lloraba desde que despertaba hasta que dormía, abrazando un
pedazo de cartón quemado que quedó de la tapa de su diario. Yo me sentía
culpable por su dolor, me sentía además desangrar ante la posibilidad de no
poder verla ni escucharla más, impotente por no poder hacer nada para
rescatarla de su presidio.
Fueron pasando las semanas,
y no supe más de ella. Su mejor amiga tampoco quiso contarme nunca más nada. Al
poco tiempo supe que la mandaron fuera del país sola, a casa de unos parientes
lejanos. Luego yo también me mudé de ciudad.
Pasaron un par de años y por
diferentes personas me enteré de que regresó, y que al poco tiempo huyó de su
casa para casarse con un muchacho que se había enamorado perdidamente de ella,
que fueron muchas las veces que la maltrataron sus padres y que ya no soportó
más. También supe que al poco tiempo le fue infiel a su joven esposo y que se
había separado, que su vida se había vuelto un caos, y que cambiaba de novio
continuamente, casi siempre por infidelidad.
Fueron muchas las historias
sórdidas y tristes que tuve que escuchar de ella. Todas y cada una de esas
historias eran certeros flechazos incandescentes que me perforaban las
entrañas. Traté algunas veces de defenderla inútilmente, otras ya no encontraba
palabras, era un asunto que de por sí me debilitaba.
Luego de algunos años, supe
que se casó por segunda vez. Para esto ya era una mujer. No volví a oír nada
bueno ni malo de ella. Los moralistas buitres, las intachables arpías y las muy
correctas gárgolas por fin la dejaron en paz.
Hace algunos meses, mientras
leía sentado en el café, sentí una voz que pronunciaba mi nombre. Era ella,
mejor dicho no, tenía su rostro y su voz, pero era otra persona. Llevaba una
niña de unos cinco años y un niño de aproximadamente dos, uno en cada mano. Me
saludó con un frío beso y tuvimos un muy breve diálogo que empezó con una
pregunta suya:
-
¿Te casaste?
-
No, veo que tú sí.
-
Sí, y bueno, ¿ya deberías no?
-
Quizás, no lo sé
-
Bueno, me tengo que ir, fue un gusto verte
-
También para mí.
Nos dimos un beso y se
despidió. Se fue caminando presurosa con sus niños de la mano. Poco a poco se
iba alejando sin volver la vista atrás y su larga cabellera rubia se bamboleaba
al compás de las de sus niños. La niña volteaba a cada paso sonriendo y mirándome
a los ojos. Tenía la mirada de Cecilia. Era ella.
MAURICIO ROZAS VALZ
Que real tu historia, muy linda Mauricio.
ResponderEliminarGracias, Marita.
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