Luz verde,
primera y avanza presuroso. Se levantó temprano para no tener contratiempos de
tránsito y llegar a tiempo. Era su primer día en aquel empleo que persiguió con
tenacidad durante varios meses. Prometía ser un buen día. Por la noche consiguió una cita con aquella muchacha a la
que también había perseguido durante algún tiempo. No era coincidencia. Sólo la
noticia de su contratación consiguió que
aceptase su invitación, pues no le gustaba lo suficiente como para
quererlo pobre.
Ya estaba
cerca de su destino, tenía que girar a la derecha en esa esquina. A media cuadra se encontraba la oficina, pero
el sentido del tránsito había cambiado desde ese día. Entonces no pudo girar y
tuvo que seguir de frente; no habría problema, seguro se trataría de avanzar
una cuadra y luego girar a la derecha tres veces y ya… llegaría a su ansiado
destino. Pero no, avanzó cerca de veinte cuadras y todas las transversales eran
en sentido contrario. Por fin, luego de muchas cuadras, logró girar a la
derecha; no habría problema, felizmente salió de casa lo suficientemente
temprano. Renegó por la torpeza de los burócratas ediles, pero solo se trataría
de girar a la derecha una vez más, recorrer unas cuadras y ya. Pero no fue así,
avanzó unas veinte cuadras más y también
eran en sentido contrario; además había una congestión espantosa y ni como
meterse en contra.
Empezó a
preocuparle el tiempo, pues el tránsito era muy pesado y avanzaba muy
lentamente. Había salido dos horas antes de casa y al girar a la derecha, entró en una autopista
de seis carriles con barandas a los costados. Ahí la cosa era diferente, los
autos pasaban raudos y tenía que acelerar para no provocar un accidente
múltiple, la maldita autopista no tenía cuando acabar, no había salidas a la
vista y ya tenía un retraso de dos horas cuando al fin avistó un desvío y pudo
salir entrando en una avenida.
Perdió la
brújula, no sabía donde estaba, desesperado buscaba con la vista algún teléfono
público mientras avanzaba sin rumbo fijo, la aguja del tanque ya marcaba
reserva. Miró su reloj y era ya cerca de las once de la mañana y su hora de
entrada era a las ocho. Avanzó unos metros más y como era de esperarse, se le
acabó el maldito combustible. Empezó a caminar en busca de un teléfono, sudaba,
el sol era abrasador, no perdía la esperanza de que en su nuevo trabajo le
escuchasen, que también le creyeran y que además le dieran una oportunidad.
Llevaba caminando ya como treinta cuadras, aflojó el nudo de la corbata, llevaba el saco en el brazo y tenía la camisa adherida al cuerpo por el sudor.
Eran ya las tres de la tarde; avistó por fin un teléfono público. Le preocupaba
también su auto, pues vivía haciendo taxi antes de conseguir aquel empleo. Buscó
monedas en sus bolsillos y solo tenía un billete de diez; empezó a pedir a
transeúntes y ambulantes de la zona que le cambiasen el billete, pero todos movían
la cabeza negativamente. Como a las cinco de la tarde llegó a un grifo, compró
combustible por ocho soles en una bolsa y con los otros dos caminó de regreso a
aquel teléfono público que encontró horas antes. Llegó por fin al teléfono como
a las siete, metió las monedas, marcó y sonaba ocupado. Intentó durante una
hora y seguía ocupado. Ya desanimado y con algo de frío, caminó de regreso en
busca de su auto. Observaba confundido las luces de los autos y escuchaba las
bocinas ensordecedoras. Su paso se hizo lento y se preguntaba una y otra vez si
era verdad lo que le estaba sucediendo, si no se trataría sólo de un mal sueño.
Llegó hasta
su auto. Eran ya las diez de la noche. Entonces se acordó que ella también le
esperaba a las ocho; de seguro que para ese momento ya no le esperaba. Llegó
cansado hasta donde estaba su automóvil y le habían robado los neumáticos. Se
sentó en la vereda a pensar qué hacer y de qué se trataba todo eso. Total, no
había apuro, ya nadie le esperaba. Pensó durante una hora y llegó a la
optimista conclusión de que sólo se trataría de un mal día, que vendrían
mejores y que mañana todo sería diferente, que después de aquella tormenta
llegaría la calma. Empezó a caminar sin rumbo tratando de reconocer alguna
calle o avenida que le diera un punto de referencia para llegar a casa y así
dieron las dos de la madrugada. Sólo le quedaba caminar por aquellas vacías y
extrañas calles. Pasaban taxis de vez en cuando pero todos ocupados, ya no le
llamaba la atención, se sentó en una vereda a descansar un rato y le entró un
ataque de risa que le quitó la respiración por unos segundos.
Siguió
caminando y otra vez empezó a preocuparle no saber dónde estaba y que no
hubiera nadie a quien preguntarle nada. Caminó y caminó y encontró una
comisaría. Se llenó de esperanza. Pensó ¡al fin!; aquí me ayudarán. Entró y le
contó al policía lo sucedido, le dijo que estaba perdido, le contó todo desde el
comienzo, desde que salió de casa. El policía rió, lo miró desconfiado y le
dijo que esperara un momento, que
coordinaría con su superior para llevarlo a casa en una patrulla, que no se
preocupara, que no era muy lejos. Decidió esperar, pues no le quedaba
alternativa. Regresar a la calle le daba pánico, sabía que volvería a perderse,
pero había algo en la mirada de aquel policía que le intrigaba y pensó que no
debía darle importancia, seguro sería su paranoia producto de aquel día tan
extraño. Llegaron dos hombres vestidos de blanco en una camioneta y el policía
le dijo que se tranquilizara, que todo estaría bien, que aquellos señores le
llevarían a casa. En su desesperación aceptó, pues no le quedaba otra, pero no
dejaba de llamarle la atención la indumentaria de aquellos fornidos hombres que
le miraban piadosamente. Subió a la camioneta y ésta sólo avanzó dos cuadras.
Entraron en un edificio gris, empezó a inquietarse y los dos hombres lo tomaron
de los brazos y lo bajaron de la camioneta. Intentaron tranquilizarlo
diciéndole que era solo un momento, que luego le llevarían a casa. Presa del
miedo intentó disimular, y les dijo que ya no habría problema, que ya recordaba
cómo llegar a casa y les agradecía el gesto, pero que podía irse ya por sus
propios medios. Intentó zafarse y le agarraron más fuerte. De pronto sintió un
hincón por la rabadilla, cedió y aceptó esperar allí de buena gana.
Pasó a un
salón repleto de personas y a manera de hacer tiempo, empezó a recorrer todos
los salones y patios que extrañamente le parecían familiares, las personas que
allí estaban le miraban cortésmente y algunos hasta le saludaban. A él también
le parecían rostros conocidos. Después de todo no le incomodaba mucho, ya nadie
le esperaba y además vivía solo, únicamente deseaba una ducha y su vieja cama.
Ya eran las doce del día siguiente; ésa fue la última vez que miró su reloj.
Minutos después dejó de importarle, le invitaron el almuerzo y en un arranque
de extremo optimismo pensó que había sido una experiencia interesante. Se imaginó
en una mesa de cantina contando a sus amigos lo sucedido, estaba seguro que no le creerían y reirían hasta cansarse.
Llegó la
noche y nuevamente le entró la angustia. Ya había esperado bastante y quería su
cama con desesperación. Se sentía sucio. Preguntó por los hombres de blanco que
lo llevaron allí, reclamó airadamente, lo callaron de un grito y le dijeron que
se vaya a dormir. Le enseñaron una cama y le dieron una bata; no opuso
resistencia. Pensó que lo más inteligente sería esperar; aquel hincón le había
dolido mucho y no quería otro.
Aquella
noche tampoco consiguió dormir. Se sentía muy cansado y sucio, ya eran dos
noches sin dormir ni bañarse. Durante esas horas de quietud forzada pensó en
ella. Se preguntaba si le daría otra oportunidad, si al contarle lo sucedido
ella se apiadaría y por fin lo amaría, no importa por pena. Tampoco se
resignaba a perder aquel empleo, pensaba en qué historia inventar, pues si
contaba la verdad lo tomarían por mentiroso, además de loco.
Decidió
escapar. Hacia las cuatro de la madrugada se levantó, se vistió y salió de
puntillas al patio trasero, trepó el muro y saltó. Robó un auto que se
encontraba estacionado por allí y empezó a conducir con prisa. Luego de algunas
cuadras giró a la derecha y encontró la calle que le llevaría a casa. Ya estaba
cerca de su destino. Tenía que girar a la derecha en esa esquina y a media cuadra se encontraría su casa, pero
el sentido del tránsito había cambiado desde ese día. Entonces no pudo girar y
tuvo que seguir de frente.
MAURICIO
ROZAS VALZ