Pedro
Luis había conseguido un empleo de vendedor de una empresa importadora de
artículos de aseo personal (jaboncillos,
champú, y una marca de dentífrico relativamente nueva). Su trabajo consistía en
viajar por todos los pueblos pequeños de la sierra central del país. La empresa
le daba una ajustada cantidad de dinero para sus gastos en pasajes, comida y
alojamiento. Aquella cantidad que recibía alcanzaba para una comida al día,
pasajes en bus y casas de hospedaje baratas… no daba para más.
Empezaba
ya la tercera semana en su nuevo trabajo y Pedro Luis había empezado a destacar
por sus dotes de vendedor. Todas las noches, desde una cabina pública, llamaba
a su empresa para reportar sus pedidos. Solía partir los domingos por la noche,
hacía todo su recorrido y regresaba los sábados por la mañana. Entraba al fin a
la cuarta y última semana del mes y Pedro Luis se embarcó rumbo a la sierra de
Junín para cerrar su mes exitosamente.
Empezó
la semana muy bien, fue recorriendo pueblo por pueblo dejando sus pedidos, y el
día jueves por la noche se embarcó en el bus que lo llevaría a visitar el
último pueblo de su recorrido. Sería aproximadamente las 4 am y de pronto el
bus se detuvo. Un grupo de cuatro hombres encapuchados y armados con pistolas
subieron al bus y a gritos hicieron bajar a todos. Los desvalijaron de todo lo
que tenían y dispararon a todas las llantas del bus para que no los pudieran
perseguir. A Pedro Luis le quitaron todo, absolutamente todo. Lo dejaron sin un
céntimo, y hasta el reloj y sus anteojos baratos le fueron robados. La gente
que viajaba con él, que también fue asaltada, entró en ataque de nervios. Por
aquel entonces no existían celulares y no en todos los pueblos había línea
telefónica. Todos, excepto Pedro Luis, decidieron quedarse allí hasta que
pasara alguien y los auxilie. Pedro Luis siempre fue muy testarudo, cogió su
pequeño maletín y tomo el mismo rumbo del camino que en medio de la noche era
alumbrado por la luna llena.
Pedro
Luis caminó aproximadamente una hora y encontró una bifurcación. Aquella
bifurcación no tenía letreros. Se sentó un momento en una piedra y se puso a
pensar en cuál de los dos caminos tomar, si a la derecha o a la izquierda.
Pensó que si se persignaba con la derecha, lo mejor sería ir por ahí… así que
ya decidido -pero con una ligera duda
por dentro- lo siguió sin mucho pensar y
acelerando el paso. Pasó aproximadamente una hora y media, y el cielo empezó a
aclararse en señal que empezaba a
amanecer. Se detuvo, sacó de su maletín algo más de ropa para abrigarse y se
acomodó a un costado de la pista junto a una piedra, a descansar y tratar de
dormir unos minutos. Logró dormir aproximadamente una hora, la caminata había
sido larga y estaba muy agotado. Se incorporó y continuó camino, esta vez bajo
un brillante sol que alumbraba mas no calentaba. Aproximadamente a las 10 am
logró divisar un pequeño pueblo en medio de dos cerros, en un pequeño valle.
Aceleró el pasó y en aproximadamente en cuarenta minutos al fin llegó.
En
las afueras había unos pequeños ranchos con cerdos y cuyes. Se cruzó con un
grupo de niños que llevaban mochilas y cuadernos en la mano, quienes lo
saludaron en coro educadamente. Caminó dos cuadras y llegó a una pequeña plaza.
Preguntó a los transeúntes donde podría conseguir un teléfono. Le respondieron
que no había ningún teléfono a varios kilómetros a la redonda, que su único
medio de comunicación era la radio del puesto policial. Cruzó la plaza y llegó
al puesto y le contó lo sucedido al comisario. Este le dijo que tenía prohibido
prestar el radio para asuntos particulares, que sólo era para emergencias y
pedido de ayuda. Pedro Luis, insistió alzando la voz que había sido asaltado y
desposeído de todo. El comisario le pidió que no insistiera y que bajase el
tono de voz, sino se vería obligado a detenerlo por falta a la autoridad.
Finalmente le preguntó qué podía hacer. El Comisario le recomendó esperar al
camión que llegaba todos los martes y que mientras tanto busque a doña
Filomena, quién tenía el negocio más próspero de todo el pueblo, que era una
pensión con dos habitaciones, una fonda con tres mesas y una pequeña tienda de
abarrotes. – Pero si no llevo dinero… insistió
Pedro Luis. – Ese no es mi problema, usted búsquela si
quiere, yo no puedo hacer nada por usted…
concluyó el comisario.
Pedro
Luis, obedientemente buscó a doña Filomena, le explicó lo sucedido y le pidió
ayuda. Ella le dio la tarifa por día de la pensión que incluía desayuno,
almuerzo y dormitorio. Pedro Luis le recalcó que no traía dinero, y doña
Filomena le hizo una propuesta de trabajo: todas las mañanas, de lunes a lunes,
ordeñaría su única vaca y pondría a hervir la leche; luego, recogería los
huevos de las gallinas, pondría a hervir también agua y prepararía el desayuno
de los pensionados; luego, lavaría el servicio y ayudaría a pelar papas y demás
quehaceres de la cocina para la hora de almuerzo; luego, también lavaría el
servicio y su trabajo habría terminado. Por todo eso le pagaría siete soles
diarios y con eso le podría pagar el ochenta por ciento de su pensión, y el
otro veinte por ciento lo iría anotando para que se lo pague después, cuando su
situación mejore. A Pedro Luis, todo eso le pareció muy abusivo y esclavista,
pero no tuvo otra alternativa que aceptar… ante la sonrisa piadosa de doña
Filomena, quien estaba convencida de que estaba haciendo una gran obra de
caridad.
Inmediatamente
Pedro Luis, pragmático como era, puso manos a la obra y pidió a doña Filomena
que le indique dónde quedaba su habitación para cambiarse de ropa, asearse y
comenzar a trabajar. Pensaba que sería cosa de sólo unos días y pronto
encontraría la forma de regresar a la ciudad. En sólo unos minutos estaba ya
pelando papas y haciendo algo de aseso en ese lugar que se notaba que hacía
mucho tiempo nadie limpiaba. Terminó su trabajo, almorzó, lavó los trastos y
pidió permiso para retirarse a su habitación, estaba muy cansado por la larga
caminata y la mala noche que había pasado, y casi apenas se tendió sobre la
cama quedó profundamente dormido hasta el día siguiente.
No
fue problema para él levantarse muy temprano para ordeñar la vaca y recoger los
huevos, estaba acostumbrado. Ayudó a preparar el desayuno y atender a los
comensales y cumplió eficientemente toda la rutina que le había sido
encomendada como labor. Hizo una corta siesta, y salió a caminar para conocer
el pueblo que ahora lo cobijaba y el paisaje que lo rodeaba. El pueblo era muy
pequeño; no tenía más de veinte manzanas pequeñas y aproximadamente unos mil
habitantes, incluidos los que vivían en las afueras y trabajaban en el campo.
La gente era muy amable, todos lo saludaban quitándose el sombrero y haciendo
una venia. Durante su caminata, preguntó a los pobladores a qué distancia
aproximada estaba el siguiente pueblo, y le dijeron que aproximadamente a
treinta kilómetros y varias horas caminando. Preguntó también, si alguien en la
ciudad, aparte de la policía, tenía algún vehículo automotriz. Su pregunta
arrancó algunas sonrisas y le respondieron que el patrullero de la policía no
tenía ni llantas, y que estaba botado en un pequeño taller detrás de la
comisaría, que además era el único del pueblo, y al que acudían las no más de
cuatro familias que poseían pick ups muy viejas y no más de dos camioncitos
también muy viejos. Toda aquella vuelta de reconocimiento que incluyó subir
algunos andenes y trepar escarpadas le tomó el resto de la tarde. Casi
anocheciendo decidió regresar antes de que lo sorprenda la oscuridad de la
noche y se fue a descansar, otra vez hasta el día siguiente en que nuevamente
tendría que madrugar para cumplir con su rutina de trabajo.
Pasaron
dos días, y al fin llegó el martes que, como bien le indicó el comisario,
llegaba el único bus de la semana trayendo pasajeros y se cuadraba durante una
hora en la plaza para recoger a quienes viajasen a la ciudad. Pedro Luis se
acercó al chofer, le explicó lo sucedido y le ofreció pagarle con toda su ropa,
incluida su chompa y su casaca, las que se quitaría y entregaría llegando a la
ciudad. El chofer revisó la ropa con cuidado, lo miró con desprecio y le dijo
que por esa basura no lo llevaba ni a un kilómetro de distancia, que junte los
veinticinco soles que costaba la carrera y encantado. Esto llenó de impotencia
a Pedro Luis, por un momento pensó hasta en golpear a aquel insolente chofer
por grosero y aprovechador, pero lo pensó bien y se dio media vuelta, sabía que
si hacía eso sería detenido por la policía y que perdería hasta el esclavista
puesto que tenía con doña Filomena.
Ya
acostado en la cama, y en la más absoluta oscuridad, trataba de diseñar un plan
que lo sacara lo antes posible de ese pueblo y le permitiera regresar a la
ciudad. La sola idea de que el tiempo pasara y se quedará allí lo aterrorizaba,
le recordaba aquella prosa de Julio Ramón Ribeyro que leyera años atrás, y que
describía la desoladora realidad de aquellos obreros que dormían, almorzaban,
cenaban y hasta jugaban en un hotel, al cual le pagaban con su jornal todos los
viernes y no les quedaba un solo centavo de libre disposición, y que, a
diferencia de los esclavos, ni siquiera les quedaba la esperanza de la
manumisión. Pensaba que la única forma de volver a la ciudad era huyendo en uno
de esas viejas camionetas que se encontraban en el taller del pueblo, y que,
finalmente cuando haya llegado, reportaría de un teléfono público a la policía
la ubicación del vehículo para devolverla.
Durante
varias noches pensó en cómo llevar a cabo su arriesgado plan. Pasó algunas
veces por aquel taller, y se quedaba esperando durante horas para ver qué
vehículo salía y hacia donde se dirigía. Luego de varios días, un lunes por la
tarde, vio salir una vieja Datsun 1975 de color mostaza, la que era conducida
por uno de los policías que solían cuidar la puerta de la comisaría. Lo siguió
discretamente y se fijó en qué puerta se estacionaba. Al día siguiente, terminado su trabajo, fue a
merodear por aquella casa donde se había parqueado la camioneta, y vio salir de
la casa a una joven mujer y a una niña de aproximadamente cuatro años de edad,
y que rompían con la uniformidad racial de la población de aquel pueblo: ambas
eran muy rubias, de ojos verdes y piel rosada y reseca por el clima de las
alturas. Pedro Luis dio la vuelta a la manzana a paso ligero para hacerse el
encontradizo con ellas. Saludó a la mujer con cortesía, le explicó que no era
del lugar y le preguntó dónde podría comprar unas aspirinas porque no se encontraba
muy bien. La mujer le explicó que eso sólo tenía la bodega de doña Filomena,
pero que ella tenía en casa unas cuantas y le regalaría una; le pidió que la
acompañe y mientras caminaban, la niña lo miraba muy sonriente y con mucha
curiosidad agarrándose de su pantalón. Llegaron a la casa, y ella miró a los
costados asegurándose que nadie viera la escena y lo hizo pasar. Una vez
adentro le trajo un vaso de agua y la aspirina. El no pudo dejar de preguntarle
qué hacía allí una mujer como ella, que era claro que no era del lugar. Ella
mandó a la niña a su dormitorio, y le contó una historia escalofriante: cinco
años atrás, había llegado desde Uruguay con su flamante esposo en su viaje de
Luna de Miel, y que habían sido emboscados por un grupo de terroristas, quienes
asesinaron a su marido a pedradas ante sus ojos y que ella había sido violada
por todo ese grupo de aproximadamente veinte hombres, y que, como si no fuera
suficiente, a los tres días de ser secuestrada, la policía tomó por asalto el
campamento donde se encontraba, matando a casi todos los hombres y apresándola
junto con otras mujeres del grupo y acusándola de ser también terrorista y fue
apresada y llevada junto con las demás a la comisaría, y una vez en la comisaría… llegó el comisario
y al verla ordenó que la sacaran del calabozo y la llevó a su oficina, y que
una vez en su oficina… la hizo desnudar y también la violó… y una vez que
terminó, le ordenó vestirse y le soltó el siguiente discurso:
- Mira mamacita, escúchame bien, hoy es tu día
de suerte y agradece a tu viejita el hacerte tan rica… las demás perras que
capturamos contigo en este momento la están pasando muy mal y en sólo unas
horas no verán más las luces de este mundo, entiendes ¿no? …
-
Ella
le interrumpió diciéndole que no era terrorista, que era una turista uruguaya
que había sido asaltada y que incluso habían matado a su marido… cuando de
pronto recibió una sonora bofetada y él continuó con su discurso:
- Ah… turista ¿no? ¿Y quién chucha te va a
creer ese cuento? Seguro eres estratega pues. Uruguaya ¿no? Seguro eres
tupamaro pues, segurito. Bueno, bueno, al grano, tienes dos opciones, escoge, o
te conviertes en mi hembra y me atiendes y me cocinas, me lavas la ropa y te
dejas culear cuando yo quiera… o te mando con las demás al hueco. Habla de una
vez que estoy apurado. Pero eso sí, si intentas huir o haces alguna huevada, te
corto a pedacitos y se los doy de comer a los chanchos…
Luego
le contó que pasó poco más de un mes, y ya cuando se encontraba viviendo con el
comisario, se dio cuenta que estaba embarazada, y que lo peor de todo era que
no sabía si el padre era su difunto esposo, el comisario, o alguno de los
terroristas muertos, y que cuando el comisario lo supo, le dio una paliza que
le hizo temer que abortaría, y que a partir de ese día el comisario se mudó a
la comisaría y la dejó a ella viviendo en esa pequeña casa de dos habitaciones,
y que solo la buscaba los viernes para acostarse con ella y algunas veces para
golpearla porque sí, porque simplemente tenía ganas de hacerlo.
Luego
de escuchar estupefacto toda esa historia, hubo un espacio de silencio de
algunos minutos. Entonces Pedro Luis le sugirió huir de allí, le pidió que le
de la rutina en que el comisario la visitaba para no ser descubiertos. Ella le
dijo que ese era un buen día, que los martes se quedaba libando cerveza y
jugando cartas con los demás policías y que todos terminaban siempre muy ebrios
antes de las diez de la noche y además, debían aprovechar la luna llena porque
la camioneta no tenía luces. Pedro Luis se despidió y le dijo que regresaría a
las diez de la noche para llevar a cabo su plan.
Ella
sacó la cabeza por la ventana de la casa y una vez que se fijo que nadie había
visto, abrió la puerta para que Pedro Luis saliera. Inmediatamente salió, se
dirigió al taller con el cuento de que trabajaba cerca de allí y que había
perdido las llaves del vehículo que conducía, para que el mecánico le explicara
como arrancar un motor con contacto directo. El mecánico no se tragó el cuento
y lo miró con recelo, le preguntó quién diablos era y para qué quería saber
cómo se arrancaba un vehículo. Lo botó del lugar, no sin antes decirle que
agradezca que los martes todos los policías del pueblo se emborrachaban, sino
lo denunciaba.
Pedro
Luis, como todas las noches se acostó muy temprano para no despertar sospechas
y esperó que dieran las nueve de la noche, guardó sus pocas pertenencias con
sigilo y, sin hacer ruido, fue al encuentro de la mujer y la niña, siendo las
calles alumbradas sólo por la luz de la luna llena. Llegó, toco despacio la
puerta y ella lo esperaba con una pequeña maleta y la niña muy abrigada.
Subieron a la camioneta que no tenía ventanas, y Pedro Luis intentó prenderla
alumbrándose sólo por una pequeña vela que la mujer le sostenía tapando la luz
de un costado con su mano para que evitar que los vieran. Probando una y otra
vez juntando diferentes cables, al fin lograron arrancar la camioneta. Pedro
Luis embragó, puso primera y ella le tomó la mano y le dijo:
- Por las
circunstancias no me preguntaste mi nombre. Me llamo
Vanina
y mi niña Graciana ¿el tuyo?
- Pedro Luis, es
un gusto Vanina.
-
Empezaba
a soltar el embrague para que la camioneta avanzara… y sintió en la sien izquierda el frío del cañón
de un revolver que le apuntaba. Giró la cabeza… y mientras la luz de una
poderosa linterna lo cegaba, logró distinguir el rostro del comisario y del
mecánico… quienes abrigados con ponchos y chullos muy sonrientes lo miraban.
MAURICIO
ROZAS VALZ
Llega a faltar el aire, como las novelas de Kafka o " Sonata Kreutzer" de Tolstoi... muy bueno, además de aterradoramente plausible.
ResponderEliminarGustavo Rozas Valz
Motivador comentario, gracias.
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