Una mañana de un lunes posterior a
unas cortas vacaciones, recibe una carta de manos de un compañero con el rostro
desencajado. La carta está redactada en formato preimpreso en el que solo se cambia el nombre. En ella,
luego de algunas falsas y trilladas frases como: “Muchas gracias”, “lo
sentimos, pero”, dice, como imaginarán: ESTÁ DESPEDIDO. De pronto las imágenes
se tornan en blanco y negro, el piso tiembla y asoman algunas lágrimas como
presagiando lo que se viene.
El camino a casa parece más corto de
lo acostumbrado y toda sonrisa ajena se
torna envidiable. En un arranque de desesperación, llamará a sus amigos mejor ubicados, y claro, como es de esperar, todos ellos le mandarán a decir a través
de su secretaria que están en una “reunión” y que lo llamaran cuando se
desocupen, es decir: nunca.
Al día siguiente y casi por reflejo se
levantará temprano, saldrá de casa más elegante de lo acostumbrado, comprará el
periódico y aplanará las calles en busca de su tabla de salvación.
Al finalizar el día, no tendrá deseos
de regresar a casa. El sólo imaginar la pregunta: ¿cómo te fue? Pondrá su piel
de gallina. Y así pasarán días, semanas y meses. Los amigos desaparecerán como
por arte de magia y posiblemente la novia o la esposa, si aún es joven y bella,
pensará seriamente en la posibilidad de cambiarlo por otro.
Su nombre será pronunciado como en
letras minúsculas y poco a poco sus ropas tomarán el brillo propio del desgaste.
Los vecinos murmurarán: “pobre, ¿recuerdas que bien lucía?”
Y soñará casi obsesivamente con el SÍ
de algún empleador, sólo comparable al SÍ de la primera novia de su
adolescencia.
MAURICIO ROZAS VALZ
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