Subí por las escaleras. La
casa era oscura y las paredes estaban un poco sucias. Había una sala de estar
llena de muebles viejos, cubiertos todos por rumas de ropa. Pasé a tu
dormitorio, tu cama era una cuna de madera color crema pero de tamaño adulto,
muy grande para ser una cuna. Extrañamente eso no me llamó la atención, imagino
porque inconscientemente aún te veo como a una niña. Me enseñaste mi cama, era
de dos plazas y estaba frente a la tuya, cubierta con una manta a cuadros
marrones. Tu cuna estaba paralela a la ventana que tenía cortinas guindas y
estaban semi-cerradas. Entraba muy poca luz.
Recuerdo que desperté y ya
no estabas, tu enorme cuna estaba perfectamente tendida con un cubrecama
amarillo. Era muy temprano, recién amanecía. Estaba angustiado. Bajé desesperado
a buscarte al primer piso, abrí todas las puertas, te busqué por toda la casa y
no te encontré. Salí a la puerta de la casa ya resignado, me senté en la
batiente de la entrada y prendí un cigarrillo. Era una calle llena de árboles,
muy bonita y el sol asomaba sus primeros rayos. Había una empleada barriendo un
montón de hojas secas que había en la vereda. Era una mulata de mediana edad,
muy gorda, llevaba puesto un uniforme también guinda como las cortinas de tu
dormitorio y delantal blanco. Le
pregunté por ti, me dijo “Se ha marchado”. Le pregunté: “¿Regresará?”. “Sí
señor, pero usted no la va a esperar – lo conozco bien”, me respondió.
MAURICIO ROZAS VALZ
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