Hoy, cerca de las 8 am,
recibí una de las llamadas más tristes que haya podido recibir en ésta mi ya no
corta vida (la que cada vez me cuesta más comprender), en ella me informaban
que, José Jaime, uno de mis mejores y más leales y queridos amigos, ya no
estaba entre nosotros. Recordé que solo hace diez días estuvimos celebrando su
cumpleaños número 50 en su casa, aquella bonita y acogedora casa costanera que
fue sede de interminables y entretenidas tertulias. No tenía como imaginar que,
aquel caluroso abrazo con los ojos enrojecidos que me dio al final de su celebración,
sería una despedida.
Me queda el pequeño consuelo
que no quedó nada por entregar ni por recibir, que nunca me falló ni le fallé,
que no hay pendientes, que siempre estuvimos a la altura de lo que consideré
una amistad sincera y sólida, que no nos debemos perdones ni explicaciones…
nada.
Pero de poco o nada sirve
todo eso a la hora de enfrentar las ausencias irreversibles, aquellas que no
calma la esperanza ni la fe, la sentencia inapelable de lo que no tiene opción
de cambiar.
No me calma la pueril
ilusión de la vida eterna ni del descanso en paz ni de la mejor vida, tampoco
abrigo esperanza posible de un posible reencuentro en otra dimensión ni nada de
eso. Lo real es que ya no está -ni estará- más conmigo mi querido amigo, que
para él se acabó todo y que a mí solo me queda una herida sangrante que sólo el
tiempo podrá cicatrizar.
Adiós, querido amigo.
(MRV)
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