* Autor, Alberto Olmos.
(Fragmento seleccionado por Gustavo Rozas Valz).
(Fragmento seleccionado por Gustavo Rozas Valz).
El
cerebro se pone a funcionar al tercer toque: al menos eso he detectado que le
sucede al mío.
El tercer toque es una frase, un dato, una experiencia que cierra, no un círculo, sino un triángulo intelectivo. Quizá el primer toque (dato, experiencia) nos pone sobre aviso, el segundo (frase) nos indica el camino de una idea; y el tercero (facultativo) nos fuerza a pensar, a deshacer el nudo de una duda.
Por seguir el orden, puedo señalar como primera señal de la reflexión que hoy (gratis y libremente) regalo a mis millones de lectores, una cita de Friedrich Nietzsche que extraje de alguno de sus libros, y que hasta apunté en un cuaderno (el cuaderno lo he perdido, pero no la memoria). Dice: "La política es el campo de acción de cerebros mediocres."
Un segundo escalón lo conforma (experiencia) una charla que mantuve este verano con un par de personas de notable inteligencia. Discutían (ellos) de política (yo de política suelo abstenerme) y, después de quizá media hora de verles poner de vuelta y media al gobierno, sus decretos y leyes y opiniones, de verles encolerizarse hasta límites pre-revolucionarios, me permití soltar en mitad de su desesperación la siguiente pregunta: ¿Y por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?
Este segundo paso merece algo más de explicación. Quiero acentuar la rabia y la tristeza de aquella charla, la impotencia que percibía en las voces de los dos contertulios, el derrotismo de no ser nada más que ciudadanos de a pie que opinan en el patio de una casa, mi percepción de que, efectivamente, lo que ellos decían (sobre el Ministerio de Igualdad, la Ley del Cine, etcétera) era de sentido común y de lógica incuestionable; que, en una palabra, tenían razón.
Mientras les oía, no dejaba de sentir el desnivel de respeto entre la consideración que la inteligencia de mis amigos me provocaba y el muy escaso aprecio que localizaba, y localizo, en mi interior (¿en mi seno?) por la de los agentes políticos que llevan el timón de nuestras vidas.
De ahí que me surgiera, entiendo que de una forma algo brusca, la indiscreta pregunta, que hasta podía entenderse como algo sarcástica, de: ¿por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?
En cualquier caso, anoto que la pregunta quedó sin respuesta.
Finalmente, la tercera información, la que ha provocado que me ponga a escribir otro de estos largos posts insoportables, la encontré en un artículo de (¡sí!) Javier Marías, el del domingo pasado. Se titulaba Delaten, no se priven, y en él, simplemente, escribía, como parte de un sujeto plural: "la ignorante Leire Pajín".
Tal cual.
"La ignorante Leire Pajín". Desde luego, es una adjetivación antepuesta de contundencia y desprecio formidables. "La ignorante Leire Pajín". Más claro, agua.
En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.
El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.
Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.
Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.
Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.
Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.
Y aquí llegamos a los políticos, los amos compartidos.
Entiendo que yo empecé a perderles el respeto cuando ellos empezaron a salir por la tele; en concreto, en todo tipo de programas. En mi infancia y adolescencia (también es verdad que, entonces, uno no atendía tanto a este asunto) el político era un tipo serio, altivo si quieren, que sólo hablaba de temas importantes y que carecía de pulsiones anecdóticas. Nada se sabía de su vida privada, de sus aficiones futbolísticas, de sus gustos musicales o de sus ratos libres.
Una vez (si no me lo invento) vi a un político, en la tele, en un programa, concurrir a una entrevista que se emitía justo después de la sección de cotilleos y antes de un striptease (me lo invento, pero era muy similar). Con Javier Sardá, me parece.
Esta novedad, que se fue multiplicando por mímesis y miedo electoral, se extendió a todos los órdenes del espacio público y, en un momento dado, me pareció (¿nos pareció?) normal saber de este alcalde que, cada noche, sale en moto a supervisar obras públicas (sic), que el presidente es del Barça (sic), que la ministra es vegetariana, la madre del candidato analfabeta, el concejal gay, el presidente (otro) competente en lengua catalana circularmente reducida... fotos en Vogue aparte.
Todo un panorama de políticos de rostro humano.
Así las cosas, a día de hoy, y a pesar de no contar con amigos ministros, ni siquiera ministrables, no veo a mis gobernantes como gente que tenga la menor cualidad diferencial o que valga especialmente para su puesto o que me puedan dar ninguna lección sobre ningún aspecto de la vida cotidiana, excepción hecha de los galimatías financieros y los vericuetos de la legislación. Leire Pajín me parece, sí, una chica del montón.
Pero esa chica del montón manda.
Entonces, ¿nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros? ¿Cómo ha sucedido? ¿Es culpa de la democracia televisiva y, por tanto, está en cuestión la democracia? ¿Lee esto Leire Pajín? ¿Qué van a hacer con nosotros?
¿Por qué les dejamos?
El tercer toque es una frase, un dato, una experiencia que cierra, no un círculo, sino un triángulo intelectivo. Quizá el primer toque (dato, experiencia) nos pone sobre aviso, el segundo (frase) nos indica el camino de una idea; y el tercero (facultativo) nos fuerza a pensar, a deshacer el nudo de una duda.
Por seguir el orden, puedo señalar como primera señal de la reflexión que hoy (gratis y libremente) regalo a mis millones de lectores, una cita de Friedrich Nietzsche que extraje de alguno de sus libros, y que hasta apunté en un cuaderno (el cuaderno lo he perdido, pero no la memoria). Dice: "La política es el campo de acción de cerebros mediocres."
Un segundo escalón lo conforma (experiencia) una charla que mantuve este verano con un par de personas de notable inteligencia. Discutían (ellos) de política (yo de política suelo abstenerme) y, después de quizá media hora de verles poner de vuelta y media al gobierno, sus decretos y leyes y opiniones, de verles encolerizarse hasta límites pre-revolucionarios, me permití soltar en mitad de su desesperación la siguiente pregunta: ¿Y por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?
Este segundo paso merece algo más de explicación. Quiero acentuar la rabia y la tristeza de aquella charla, la impotencia que percibía en las voces de los dos contertulios, el derrotismo de no ser nada más que ciudadanos de a pie que opinan en el patio de una casa, mi percepción de que, efectivamente, lo que ellos decían (sobre el Ministerio de Igualdad, la Ley del Cine, etcétera) era de sentido común y de lógica incuestionable; que, en una palabra, tenían razón.
Mientras les oía, no dejaba de sentir el desnivel de respeto entre la consideración que la inteligencia de mis amigos me provocaba y el muy escaso aprecio que localizaba, y localizo, en mi interior (¿en mi seno?) por la de los agentes políticos que llevan el timón de nuestras vidas.
De ahí que me surgiera, entiendo que de una forma algo brusca, la indiscreta pregunta, que hasta podía entenderse como algo sarcástica, de: ¿por qué nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros?
En cualquier caso, anoto que la pregunta quedó sin respuesta.
Finalmente, la tercera información, la que ha provocado que me ponga a escribir otro de estos largos posts insoportables, la encontré en un artículo de (¡sí!) Javier Marías, el del domingo pasado. Se titulaba Delaten, no se priven, y en él, simplemente, escribía, como parte de un sujeto plural: "la ignorante Leire Pajín".
Tal cual.
"La ignorante Leire Pajín". Desde luego, es una adjetivación antepuesta de contundencia y desprecio formidables. "La ignorante Leire Pajín". Más claro, agua.
En Castilla (supongo que en otras partes también) perdura aún la denominación "amo" referida al dueño de una empresa, negocio; referida, sobre todo, al terrateniente. "Lo que diga el amo", "ahora viene el amo", "lo tendrás que hablar con el amo": he oído yo toda mi vida.
El amo, en nuestros días, es el jefe (sobre todo si es "empresario"), el profesor y el político en funciones de gobierno.
Mi relación con el amo (me propongo ahora desarrollar) no es ajena a este escozor de sentirse más válido e inteligente. Respecto a los profesores, que son mis amos más numerosos, he visto claramente que les perdí el respeto al llegar a la universidad. Fue allí cuando noté por primera vez que, con perdón, yo era más inteligente que ellos. No era difícil, no se apuren, porque yo he tenido profesores que no sabían, y así lo decían abierta y alegremente, escribir con precisión "por qué", "porque" "por que" y "porqué", ni sabían hablar en público, ni sabían pensar por sí mismos, ni sabían más allá de cuatro cosas de la materia que impartían; ni sabían, en ocasiones contadas, absolutamente nada de nada.
Esta inteligencia demediada en el maestro nunca me irritó. A fin de cuentas, era más fácil aprobar los exámenes, más llevadera la clase, más llevadera la autoestima.
Sin embargo, el amo "empresario", el jefe, sí me ha supuesto una amargura considerable. Ser mandado por alguien al que no respetas, duele; pero ser mandado por un imbécil, desquicia. Si bien es cierto que resulta enormemente subjetivo determinar la inteligencia de otra persona, y más de alguien que, hablemos claro, cobra más que tú y viene dos horas más tarde a la oficina, no lo es tanto si en su caso concreto concurren circunstancias tan obvias (¡volvemos!) como ser hijo del dueño del tinglado, ser novia del dueño, ser primo del dueño, ser amigo del dueño o ser la persona que tiene el contacto exacto que el dueño necesita para algún negocio prometedor.
Nada tan violento (lo habrá, pero por alguna parte hay que atacar la idea) que verse haciendo algo que sabes erróneo por mandato de un imbécil. El amo beocio violenta tu inteligencia, la degrada, te degrada y te hace sentir vergüenza de ti mismo, aparte de una insufrible sensación de estar malgastando tu vida y empeorando el mundo.
Y aquí llegamos a los políticos, los amos compartidos.
Entiendo que yo empecé a perderles el respeto cuando ellos empezaron a salir por la tele; en concreto, en todo tipo de programas. En mi infancia y adolescencia (también es verdad que, entonces, uno no atendía tanto a este asunto) el político era un tipo serio, altivo si quieren, que sólo hablaba de temas importantes y que carecía de pulsiones anecdóticas. Nada se sabía de su vida privada, de sus aficiones futbolísticas, de sus gustos musicales o de sus ratos libres.
Una vez (si no me lo invento) vi a un político, en la tele, en un programa, concurrir a una entrevista que se emitía justo después de la sección de cotilleos y antes de un striptease (me lo invento, pero era muy similar). Con Javier Sardá, me parece.
Esta novedad, que se fue multiplicando por mímesis y miedo electoral, se extendió a todos los órdenes del espacio público y, en un momento dado, me pareció (¿nos pareció?) normal saber de este alcalde que, cada noche, sale en moto a supervisar obras públicas (sic), que el presidente es del Barça (sic), que la ministra es vegetariana, la madre del candidato analfabeta, el concejal gay, el presidente (otro) competente en lengua catalana circularmente reducida... fotos en Vogue aparte.
Todo un panorama de políticos de rostro humano.
Así las cosas, a día de hoy, y a pesar de no contar con amigos ministros, ni siquiera ministrables, no veo a mis gobernantes como gente que tenga la menor cualidad diferencial o que valga especialmente para su puesto o que me puedan dar ninguna lección sobre ningún aspecto de la vida cotidiana, excepción hecha de los galimatías financieros y los vericuetos de la legislación. Leire Pajín me parece, sí, una chica del montón.
Pero esa chica del montón manda.
Entonces, ¿nos gobiernan personas que son menos inteligentes que nosotros? ¿Cómo ha sucedido? ¿Es culpa de la democracia televisiva y, por tanto, está en cuestión la democracia? ¿Lee esto Leire Pajín? ¿Qué van a hacer con nosotros?
¿Por qué les dejamos?
No hay comentarios:
Publicar un comentario