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jueves, 2 de enero de 2014

RALPHY









Estoy solo en el hotel. La tarde había sido muy soleada. Disfruté mucho de mi lectura en el café sueco. Recién despierto de una breve siesta, el calor no me dejaba dormir bien. Entonces suena el teléfono de mi habitación. Es ella. Me dice que se desocupará a las siete, que me espera a las nueve para cenar.

Me pongo a ver la TV abusando del control remoto, fumo un cigarrillo, me meto a la ducha, paso cincuenta minutos bajo el agua tibia. El agua me relaja, me refresca, estoy contento, estoy emocionado. Es la primera vez que me invita a su casa desde que llegué hace tres días. Anda muy ocupada. Me pongo el pantalón beige de verano que ella me escogió ayer por la tarde cuando dimos una vuelta por el centro, me pongo una camisa negra de rayas grises. La combinación no es mala, aunque temo que algo le disguste. En fin.

Son las ocho y treinta. Tomo un taxi en la puerta del hotel. Debo ser puntual, ella lo es, y mucho. Quiero que todo salga perfecto. Sudo de puro nervioso, he mojado un poco la camisa. Pido al taxista que regrese. Entro presuroso, cambio la camisa negra por una blanca, me seco antes el sudor y trato de serenarme. Tomo otro taxi, abro la ventana, enciendo un cigarrillo, el taxista me pide que lo apague… ni modo.

Llego a su casa. Son las nueve y tres minutos, he sido puntual. Subo por las escaleras hasta el ático en el piso cinco. Toco el timbre. Allí está ella, radiante, linda. Me mira sonriente con sus enormes ojos. Logra intimidarme su mirada penetrante, la abrazo, la beso en la mejilla, intento delicadamente rozar sus labios. Me hace el quite discretamente, sin molestarse. Es más, sonríe. Me invita a pasar. Sale el buen Ralphy. Recién lo conozco, es muy simpático, me mueve la cola, pero percibo en su mirada que está celoso. Teme ser destronado. Cuán equivocado está, amo a los perros, y a él con mayor razón, porque es el perro de ella. 

Ella viste un pantalón corto de jean, un polo azul de algodón y sandalias. Hace mucho calor. Recién me fijo en sus pies, son lindos, como ella. Me ofrece un vino rosé helado. Sabe que me gusta mucho. Ella se sirve uno blanco, me invita a sentarnos en su cómodo sofá morado. Por las ventanas entra una brisa tibia y un olor a mar delicioso. Bebemos algunas copas, ella pone un disco de Mecano que escogí de su gaveta. Se levanta, se va a la cocina. Regresa con unos bocadillos que saben muy bien. Se nota que le ha puesto empeño. Eso me alegra, me hace sentir importante, disfruto de cada bocado y de cada sorbo de vino. Charlamos de todo. 

Luego de unas copas, ella se ruboriza, hace mucho calor. Me pregunta si no me molesta que se ponga pijama, que quiere estar cómoda. Le digo que no. Aparte, no nos conocemos recién, ya tenemos cierto grado de confianza, la suficiente como para poder verla en pijama. Es más, la idea me seduce. La espero unos minutos. Su pijama es rojo, de una tela delgada y suave, sus hombros y sus brazos son perfectos. Ella se percata de mi libidinosa mirada, pero al parecer no le molesta. Mi mira con una sonrisa cómplice. Luego canturrea una canción de Mecano. Yo la sigo, también canturreo con ella. Luego subimos el volumen, el vino nos ha desinhibido un poco, cantamos los dos, subimos el tono, se nota que disfruta de todo ese ritual. Viene otra canción. Otra vez nos ponemos a cantar a gritos. Ella está feliz. Yo también. 

Luego se pone algo triste. Me cuenta cosas muy suyas. Yo le escucho muy atento, con mi pulgar derecho le seco algunas lágrimas. La abrazo, me abraza. Le cuento un chiste muy tonto, tan tonto que llega a ser gracioso y consigo hacerla reír. Luego yo le cuento mis cosas, algunas aventuras irresponsables de mi juventud. Ella se levanta, se lleva una mano a la cintura y con la otra me apunta con su dedo índice. Me riñe, me llama la atención, quiere enojarse pero no puede. Me dice que no es gracioso. Y yo la abrazo, la abrazo fuerte, y ella que se pone tiesa. Intenta zafarse no muy convencida, Ralphy me ladra. Eso me asusta, la suelto y volvemos a sentamos.

Bebemos la última copa. Ella se levanta nuevamente, yo la observo mientras camina dirigiéndose al estéreo…  la observo caminar y la deseo. Hubiera querido abrazarla… besarla. Me dice que es muy tarde, que nos veremos al día siguiente. Bajo los cinco pisos por la escalera. Tomo un taxi, abro la ventana, enciendo un cigarrillo. El taxista me pide que lo apague. Ni modo.





MAURICIO ROZAS VALZ

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