Estoy solo en el hotel. La
tarde había sido muy soleada. Disfruté mucho de mi lectura en el café sueco.
Recién despierto de una breve siesta, el calor no me dejaba dormir bien. Entonces
suena el teléfono de mi habitación. Es ella. Me dice que se desocupará a las
siete, que me espera a las nueve para cenar.
Me pongo a ver la TV abusando del control remoto,
fumo un cigarrillo, me meto a la ducha, paso cincuenta minutos bajo el agua
tibia. El agua me relaja, me refresca, estoy contento, estoy emocionado. Es la
primera vez que me invita a su casa desde que llegué hace tres días. Anda muy
ocupada. Me pongo el pantalón beige de verano que ella me escogió ayer por la
tarde cuando dimos una vuelta por el centro, me pongo una camisa negra de rayas
grises. La combinación no es mala, aunque temo que algo le disguste. En fin.
Son las ocho y treinta. Tomo
un taxi en la puerta del hotel. Debo ser puntual, ella lo es, y mucho. Quiero
que todo salga perfecto. Sudo de puro nervioso, he mojado un poco la camisa. Pido
al taxista que regrese. Entro presuroso, cambio la camisa negra por una blanca,
me seco antes el sudor y trato de serenarme. Tomo otro taxi, abro la ventana,
enciendo un cigarrillo, el taxista me pide que lo apague… ni modo.
Llego a su casa. Son las
nueve y tres minutos, he sido puntual. Subo por las escaleras hasta el ático en
el piso cinco. Toco el timbre. Allí está ella, radiante, linda. Me mira
sonriente con sus enormes ojos. Logra intimidarme su mirada penetrante, la
abrazo, la beso en la mejilla, intento delicadamente rozar sus labios. Me hace
el quite discretamente, sin molestarse. Es más, sonríe. Me invita a pasar. Sale
el buen Ralphy. Recién lo conozco, es muy simpático, me mueve la cola, pero
percibo en su mirada que está celoso. Teme ser destronado. Cuán equivocado
está, amo a los perros, y a él con mayor razón, porque es el perro de ella.
Ella viste un pantalón corto
de jean, un polo azul de algodón y sandalias. Hace mucho calor. Recién me fijo
en sus pies, son lindos, como ella. Me ofrece un vino rosé helado. Sabe que me
gusta mucho. Ella se sirve uno blanco, me invita a sentarnos en su cómodo sofá
morado. Por las ventanas entra una brisa tibia y un olor a mar delicioso. Bebemos
algunas copas, ella pone un disco de Mecano que escogí de su gaveta. Se
levanta, se va a la cocina. Regresa con unos bocadillos que saben muy bien. Se
nota que le ha puesto empeño. Eso me alegra, me hace sentir importante,
disfruto de cada bocado y de cada sorbo de vino. Charlamos de todo.
Luego de unas copas, ella se
ruboriza, hace mucho calor. Me pregunta si no me molesta que se ponga pijama,
que quiere estar cómoda. Le digo que no. Aparte, no nos conocemos recién, ya
tenemos cierto grado de confianza, la suficiente como para poder verla en pijama.
Es más, la idea me seduce. La espero unos minutos. Su pijama es rojo, de una
tela delgada y suave, sus hombros y sus brazos son perfectos. Ella se percata
de mi libidinosa mirada, pero al parecer no le molesta. Mi mira con una sonrisa
cómplice. Luego canturrea una canción de Mecano. Yo la sigo, también canturreo
con ella. Luego subimos el volumen, el vino nos ha desinhibido un poco,
cantamos los dos, subimos el tono, se nota que disfruta de todo ese ritual.
Viene otra canción. Otra vez nos ponemos a cantar a gritos. Ella está feliz. Yo
también.
Luego se pone algo triste. Me
cuenta cosas muy suyas. Yo le escucho muy atento, con mi pulgar derecho le seco
algunas lágrimas. La abrazo, me abraza. Le cuento un chiste muy tonto, tan
tonto que llega a ser gracioso y consigo hacerla reír. Luego yo le cuento mis
cosas, algunas aventuras irresponsables de mi juventud. Ella se levanta, se
lleva una mano a la cintura y con la otra me apunta con su dedo índice. Me
riñe, me llama la atención, quiere enojarse pero no puede. Me dice que no es
gracioso. Y yo la abrazo, la abrazo fuerte, y ella que se pone tiesa. Intenta
zafarse no muy convencida, Ralphy me ladra. Eso me asusta, la suelto y volvemos
a sentamos.
Bebemos la última copa. Ella
se levanta nuevamente, yo la observo mientras camina dirigiéndose al estéreo… la observo caminar y la deseo. Hubiera querido
abrazarla… besarla. Me dice que es muy tarde, que nos veremos al día siguiente.
Bajo los cinco pisos por la escalera. Tomo un taxi, abro la ventana, enciendo
un cigarrillo. El taxista me pide que lo apague. Ni modo.
MAURICIO ROZAS VALZ
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