Una tarde de noviembre, Simón tomó valor y decidió asistir a la
presentación de la tercera novela de Francesca V.G., sin haber sido invitado
formalmente, pues era su fiel lector y admirador, y se enteró por las redes
sociales que ella presentaría su libro en un conocido bar que quedaba en el
bohemio distrito de Barranco esa misma noche a partir de las 8 pm. Hacía meses
que le hacía comentarios por diversos medios virtuales, pero de tres o cuatro
escuetas respuestas no había pasado, así que decidió tomar valor, presentarse y
acercarse a conocerla con el buen pretexto del autógrafo del libro.
Llegó puntual y a los diez
minutos empezó la presentación, la cual fue un poco prolongada por el discurso
del editor y de algunos escritores que estuvieron en el estrado. Simón estaba
emocionado y Francesca creyó reconocer a su fan virtual por las fotos de sus
perfiles y sus comentarios, no era difícil reconocer sus prominentes entradas y
su nariz afilada. Pasaron las ceremonias y los discursos… y finalmente Simón se
acercó a Francesca para que le firme el libro. No fue capaz de decirle nada, el
tenerla tan cerca por primera vez lo intimidó. Solo alcanzó a decir: - Mi nombre es Simón. Dedícalo con mi nombre.
Gracias. Francesca lo miró a los ojos, se sentó en una mesa y le escribió
una dedicatoria más extensa de lo normal:
-
Para Simón, mi ya no tan misterioso lector, quien sin siquiera imaginarlo me
sacó más de una vez del hoyo de mis profundas crisis existenciales con sus
generosos comentarios. Espero te guste este libro. Mi número es 514-659-186.
Lima, nov 2012. Francesca V.G.
Simón no salía de su
asombro, estaba realmente emocionado con la dedicatoria y, como para no
arruinarlo todo con algún comentario
fuera de lugar -dada su emoción y el gentío-, decidió sensatamente despedirse
en ese momento sin decir nada más que ‘muchas gracias’ y dándole un tímido beso
en la mejilla. Tomó su libro y se marchó.
Llegando a casa,
aproximadamente a las 10 pm., se puso a leer el libro con tanto entusiasmo que
no paró hasta terminarlo cerca a las 6 am. Lo cerró y se quedó profundamente
dormido, al punto que llegó a su trabajo como a las 10.30 am., justificándose
con una indigestión que nadie le creyó. Pero bueno, la verdad es que si le
creyeron o no, poco le importaba, aún no se le pasaba la emoción del día
anterior.
Dejó pasar una semana para
no dejar en evidencia su entusiasmo (que colindaba con la desesperación), por
llamarla e invitarla a salir. Contaba los días y las horas hasta que el martes
siguiente se decidió por fin a llamarla. Grande fue su frustración al no
encontrar su respuesta luego de varios intentos. No quiso dejar mensaje y
decidió esperar hasta el jueves. Nuevamente lo intentó y esta vez Francesca le
contestó a la primera:
- Aló, ¿quién habla?
- Hola Francesca, soy Simón, ¿me
recuerdas?
- Ah… claro, Simón, mi lector, ¿cómo
estás?
- Aquí, un tanto nervioso, entenderás, no
sé, la verdad que no se me ocurre qué decirte. Te estuve llamando el martes.
- Ah… ¿fuiste tú? Mira pues, estuve todo
el día en el gimnasio y siempre dejo el celular en el vestuario. Encontré
catorce llamadas perdidas del mismo número, pero era muy tarde y además no
suelo devolver llamadas de números que no conozco.
- Sí, disculpa Francesca, esa fue una
torpeza mía. Debí llamar máximo dos veces y dejar un mensaje. Pero bueno, no
tengo la costumbre de dejar mensajes para ahorrarme ansiedades. Pues si no me
contestan una llamada, no me molesta, pero si no me contestan un mensaje, sí.
Jaja… espero entiendas.
- La verdad que no entiendo mucho, creo
que te complicas demasiado, pero bueno, cada quién tiene sus ideas.
- Francesca, mira, la verdad es que no soy
muy locuaz por teléfono; es más, soy bastante
torpe y ya casi que empiezo a tartamudear y enredarme, ¿crees que puedo
invitarte un café mañana viernes? Salgo de trabajar a las 6pm y podría pasar
por ti a las 8.30, ¿qué opinas?
- Bueno, está bien, pero mejor a las
10.00, así me das tiempo. Mi dirección es: Av. Paseo de la Castellana 3902,
interior 302.
- ¡Listo! Estaré puntual. Un beso.
- Ok. Te espero. Otro beso.
Simón estuvo puntual en la
puerta de la casa de Francesca. A pesar de ser ya un hombre maduro, siempre los
nervios lo traicionaban cuando salía o conocía a una mujer que le gustaba más
de lo normal… y en este caso, Francesca le gustaba mucho más de lo normal y
parecía un adolescente: su automóvil lucía recién encerado y estrenó un bléiser
azul que había comprado hacía algunas semanas. Compró además una rosa rosada y
envolvió en papel celofán verde una acuarela de un viejo muelle con unos
algunos botes de pescadores. Aquel cuadro le gustó mucho la primera vez que lo
vio en un anticuario, se quedó contemplándolo durante algunos minutos con gesto
de pesar… felizmente no le costó mucho, pues no era de ningún pintor conocido y
la firma era ilegible. Aquel cuadro era especial para él. Nunca lo colgó en
ninguna pared, lo tenía guardado en un viejo baúl donde atesoraba toda clase de
chucherías que para él significaban personajes y pasajes de su propia historia.
No quería dejar pasar esa oportunidad para regalárselo a Francesca, pues aquel
capítulo de su historia llevaba su nombre.
Francesca salió a su
encuentro sin hacerse esperar mucho. Vestía casual, con pantalón y casaca de
bluyín, zapatillas y su hermosa cabellera roja suelta. Él se sintió fuera de
lugar, mientras la saludaba y le abría la puerta del automóvil, pensaba que
debió tener en cuenta que se trataba de una escritora… y que los bohemios no
suelen ser formales… y que fue un error ponerse pantalón de lino, bléiser y mocasines nuevos; pero en fin, ya
estaba hecho e igual no pensaba cambiar el lugar que había reservado: era un
elegante bar recién inaugurado en una de las mejores zonas de la ciudad… y
además, ella era Francesca V.G… y dónde fuera sería la estrella, vistiera como
vistiera era una luz, era ella, su sueño hecho realidad. Francesca V.G.,
sentada en su automóvil… y quería lucirla y conversar al fin sentado frente a
ella.
Llegaron al lugar, y ya
desde la puerta y a causa del servicio de valet-parking, Francesca empezó a
esbozar cierta sonrisa entre cómplice y burlona mientras miraba de reojo a
Simón, quien se percató y se ruborizó un poco. Luego una guapa anfitriona los
llevó hasta su mesa. Y al fin Simón pudo quitarse el saco y se fue a los
servicios a secarse el sudor. Francesca estaba relajada y decidió romper el
hielo para calmar los nervios de Simón:
- Lindo sitio, Simón, me encanta y estoy
muy contenta de conocerte. Tranquilízate, te noto algo nervioso. No me
malinterpretes, suelo reír con facilidad ante situaciones como esta, ¿qué te
parece si pedimos un trago para relajarnos?
- Y… claro que sí, Francesca, para eso
hemos venido. Digo… te dije un café, pero bueno, mejor un trago, ¿no? Yo quiero
un chilcano clásico muy helado, ¿tú?
- Uhmm… también un chilcano, sí, lo mismo.
Bien helado.
Bebieron cinco chilcanos
cada uno en el lapso de cuatro horas. Conversaron mucho. El alcohol los
desinhibió. Él le conto algunas cosas de su ya algo extensa biografía, algunas
de sus frustraciones y sus sueños truncos, algunos pasajes de su atribulada
existencia y de su accidentada –y hasta graciosa y divertida- vida amorosa.
Ella lo escuchaba con atención y también le contó algunas cosas un tanto
perturbadoras que se quedaron dando botes en la mente de Simón; le dio algunos
detalles de su sui generis vida amorosa con algunos sugestivos comentarios
aderezados de sutil erotismo y a la vez mucha ternura. Hubo momentos en que
ella soltó algunas lágrimas al contar algunas cosas, y otros que ambos rieron a
carcajadas logrando llamar la atención de los demás comensales.
Conversaron hasta las 3 am.,
hasta que los botaron del local porque ya tenían que cerrar. Simón llevó a
Francesca hasta su casa. No le importó el haber bebido alcohol en demasía; sus
ganas de entregar la rosa rosada y el cuadro a Francesca pudieron más que su
temor a que algo sucediera al conducir en ese estado.
Llegaron a la puerta de la
casa de Francesca y se quedaron conversando dos horas más hasta que empezó a
amanecer. Al momento en que ella bajaba del automóvil, él le entregó la rosa y
el cuadro. La expresión de Francesca al ver la rosa fue de sorpresa, pero al
desenvolver el cuadro del muelle… la sorpresa fue mayor, al punto de no poder
contener algunas lágrimas manchadas de rímel que resbalaron por sus mejillas.
Pasó las yemas de los dedos de su mano derecha por la superficie del cuadro
como delineando el muelle… una y otra vez. Miraba el cuadro a contraluz y se
secaba las lágrimas con el antebrazo. Trató de leer el nombre de la firma… dio
un beso en los labios a Simón y bajó presurosa del auto. No dio tiempo a Simón
de decir nada ni sugerir un próximo encuentro. Simón encendió su automóvil y
arrancó avanzando muy despacio por aquella avenida llena de árboles y postes
que aún no apagaban sus luces, mientras podía oír el trinar de los pájaros y
alguna que otra chicharra de un coche panadero y todos los sonidos propios de
los amaneceres.
Al día siguiente, Simón
llamó a Francesca al final de la tarde sin obtener respuesta. Llamó algunas
veces más durante la semana siguiente sin éxito. Decidió no llamar y esperar
alguna llamada o señal de ella... pero eso no sucedió. El tiempo transcurrió y
las semanas se hicieron meses y decidió ya no esperar nada y cerrar ese extraño
capítulo que le dejaba un dolor sordo en el alma; un dolor de esos que no
destruyen pero que ahí están siempre, como una suerte de bala incrustada en un
hueso y que es imposible de extraer. Decidió también entonces no volver a
seguir sus páginas ni nada que tenga que ver con ella ni con su carrera
literaria.
Pasó poco más de un año, y
una tarde de sábado Simón entró a su librería favorita para ver qué novedades
había para comprar. Paseaba por una de las góndolas y la tapa de un libro le
llamó mucho la atención. Reconoció inmediatamente la acuarela del viejo muelle
que regaló Francesca. El libro se titulaba ‘El Muelle’ y está demás decir que
la autora era Francesca V.G.
Abrió presuroso la tapa y el
epígrafe decía:
A
Simón y su viejo muelle, a nuestra breve historia que solo tuvo comienzo y que
nunca tendrá final. A todas las historias que solo tuvieron comienzo y que
nunca tendrán final.
MAURICIO ROZAS VALZ