Hace
pocos días, recibí un correo de una vieja amiga (que no es lo mismo que una
amiga vieja), digamos que ella tiene un poco de las dos, no es mi amiga de la
infancia y muy joven tampoco es, pero ese no es el punto (aunque luego quizá
cobre cierto sentido). Me decía que quería verme, que quería hablar conmigo y
me daba su número de celular. Dude un poco en llamarla, me fastidió el sentirme
manipulado por su urgencia de verme y el saber que, cuando alguien nos busca
con desesperación, difícilmente es para algo bueno. Pero bien, en algún momento
fue alguien muy querido y, que yo recuerde, no habíamos peleado, fue de esos
afectos que se devora el tiempo y la distancia de forma inclemente. Entonces
decidí llamarla, reconocí su voz inmediatamente, felizmente eso no había
cambiado, lo que hacía más fácil refrescar levemente los afectos, me emocionó
que me llamase por un apodo que sólo ella usaba para dirigirse a mí, yo la
llamé por su nombre, lo que pude percibir que mucho no le gustó, pero no lo
hice a propósito, en fin.
Quedamos
en vernos en una hora. La cité en mi casa.
Llegó
antes de lo acordado, me gustó verla, estaba casi igual, había bajado mucho de
peso pero no fue difícil reconocerla. Me contó que hacía quince días había
llegado para arreglar unos papeles familiares y cobrar un dinero. Su urgencia
por verme era porque desde que llegó había querido ubicarme y ya se iba esa
misma noche, según ella, ya no tendría motivos para regresar; no quise
preguntarle porqué, pero presentí que esperaba esa pregunta.
Me contó
de sus dos separaciones, de su imposibilidad de ser madre y otras penas más, y
que felizmente económicamente no le iba mal. Lloró en mis hombros unos minutos,
recordó viejos tiempos en que fuimos compañeros de ruta y el breve romance
previo a nuestra amistad. Me dijo que envidiaba mi facilidad para vivir solo y
mi valentía para deshacerme de lo que pudiera perturbarme o hacerme daño a cualquier
precio. Me preguntaba cuál era la receta o el método a seguir para no mendigar
amor y ahorrarse sufrimientos, le respondí que no había manera de ahorrarse
sufrimientos, que ellos venían sin que nadie los llame, pero que sí podía
hacerse algo para no hacerlos muy prolongados, y etc. Me contó que muchas
noches había rondado por su mente la idea del suicidio, le dije que era normal
en algunos casos de tristeza extrema, pero que siempre intente postergarlos
para el día siguiente, y el siguiente, y así sucesivamente hasta el día de su
muerte, lo que logró arrancarle una risotada en medio de sollozos. Me contó
también de sus desventuras con aquel novio de aspecto bonachón e inofensivo que
la convenció para irse juntos a Buenos Aires, recordó que nunca me gustó aquel
tipo, pero que ella equivocadamente atribuyó tal animadversión a mis celos
otelianos, (lo cual algo de cierto tenía, pero en verdad no me gustaba aquel
tipo, era demasiado buenito para existir en éste mundo). Luego, sus deslices
con el siguiente, y etc.
Me hizo
un resumen de sus últimos ocho años. Quiero pensar que exageraba un poco, pero
siempre fue muy mala para mentir (a pesar de que le encantaba hacerlo). Me
regaló una foto en la que aparecemos abrazados en la playa, yo aún con pelo y
algo más delgado, y ella con su cuerpo de revista que no existe más.
Al
despedirse, me increpó con los ojos brillosos: porqué nunca le insistí para que
se quedara conmigo, porqué tiré la toalla a la primera, y que quizá, si hubiese
insistido un poco, otras serían nuestras historias. Le respondí que quizás
tenía razón, pero que de todas maneras, insistiera o no, a estas alturas igual
ya no estaríamos juntos, o quizá sí, pero que esas eran conjeturas, y que la
realidad es la que está ante nuestros ojos y es todo lo que existe.
Me abrazó
despacio, quise abrazarle fuerte para consolarle mostrando un afecto que no me
salía del alma. Fue lo peor que pude hacer sabiendo que es imposible mentirle a
una mujer, con mayor razón si es que es inteligente. Me miró con cierto enfado,
recordé bien esa mirada.
¡Tú nunca
cambiarás! Me dijo en voz muy baja, mientras tomaba su saco y su cartera y se
dirigía hacia la puerta, me miraba con el rabillo del ojo, creo que ansiando
que haga algo para detenerla. Me quedé quieto y callado hasta escuchar la
puerta del ascensor. Miré por la ventana como se tapaba la boca mientras
esperaba un taxi, el que al fin llegó. Luego vi achicarse el taxi mientras
avanzaba y cruzaba el puente, pude ver sus mechones rubios y ensortijados
mecerse con el viento hasta que desapareció.
Esta creo
que será la última vez que la veré. Hasta nunca K.L.
MAURICIO
ROZAS VALZ
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