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viernes, 25 de septiembre de 2009

K.L.




Hace pocos días, recibí un correo de una vieja amiga (que no es lo mismo que una amiga vieja), digamos que ella tiene un poco de las dos, no es mi amiga de la infancia y muy joven tampoco es, pero ese no es el punto (aunque luego quizá cobre cierto sentido). Me decía que quería verme, que quería hablar conmigo y me daba su número de celular. Dude un poco en llamarla, me fastidió el sentirme manipulado por su urgencia de verme y el saber que, cuando alguien nos busca con desesperación, difícilmente es para algo bueno. Pero bien, en algún momento fue alguien muy querido y, que yo recuerde, no habíamos peleado, fue de esos afectos que se devora el tiempo y la distancia de forma inclemente. Entonces decidí llamarla, reconocí su voz inmediatamente, felizmente eso no había cambiado, lo que hacía más fácil refrescar levemente los afectos, me emocionó que me llamase por un apodo que sólo ella usaba para dirigirse a mí, yo la llamé por su nombre, lo que pude percibir que mucho no le gustó, pero no lo hice a propósito, en fin.

Quedamos en vernos en una hora. La cité en mi casa.

Llegó antes de lo acordado, me gustó verla, estaba casi igual, había bajado mucho de peso pero no fue difícil reconocerla. Me contó que hacía quince días había llegado para arreglar unos papeles familiares y cobrar un dinero. Su urgencia por verme era porque desde que llegó había querido ubicarme y ya se iba esa misma noche, según ella, ya no tendría motivos para regresar; no quise preguntarle porqué, pero presentí que esperaba esa pregunta.

Me contó de sus dos separaciones, de su imposibilidad de ser madre y otras penas más, y que felizmente económicamente no le iba mal. Lloró en mis hombros unos minutos, recordó viejos tiempos en que fuimos compañeros de ruta y el breve romance previo a nuestra amistad. Me dijo que envidiaba mi facilidad para vivir solo y mi valentía para deshacerme de lo que pudiera perturbarme o hacerme daño a cualquier precio. Me preguntaba cuál era la receta o el método a seguir para no mendigar amor y ahorrarse sufrimientos, le respondí que no había manera de ahorrarse sufrimientos, que ellos venían sin que nadie los llame, pero que sí podía hacerse algo para no hacerlos muy prolongados, y etc. Me contó que muchas noches había rondado por su mente la idea del suicidio, le dije que era normal en algunos casos de tristeza extrema, pero que siempre intente postergarlos para el día siguiente, y el siguiente, y así sucesivamente hasta el día de su muerte, lo que logró arrancarle una risotada en medio de sollozos. Me contó también de sus desventuras con aquel novio de aspecto bonachón e inofensivo que la convenció para irse juntos a Buenos Aires, recordó que nunca me gustó aquel tipo, pero que ella equivocadamente atribuyó tal animadversión a mis celos otelianos, (lo cual algo de cierto tenía, pero en verdad no me gustaba aquel tipo, era demasiado buenito para existir en éste mundo). Luego, sus deslices con el siguiente, y etc.

Me hizo un resumen de sus últimos ocho años. Quiero pensar que exageraba un poco, pero siempre fue muy mala para mentir (a pesar de que le encantaba hacerlo). Me regaló una foto en la que aparecemos abrazados en la playa, yo aún con pelo y algo más delgado, y ella con su cuerpo de revista que no existe más.

Al despedirse, me increpó con los ojos brillosos: porqué nunca le insistí para que se quedara conmigo, porqué tiré la toalla a la primera, y que quizá, si hubiese insistido un poco, otras serían nuestras historias. Le respondí que quizás tenía razón, pero que de todas maneras, insistiera o no, a estas alturas igual ya no estaríamos juntos, o quizá sí, pero que esas eran conjeturas, y que la realidad es la que está ante nuestros ojos y es todo lo que existe.

Me abrazó despacio, quise abrazarle fuerte para consolarle mostrando un afecto que no me salía del alma. Fue lo peor que pude hacer sabiendo que es imposible mentirle a una mujer, con mayor razón si es que es inteligente. Me miró con cierto enfado, recordé bien esa mirada.

¡Tú nunca cambiarás! Me dijo en voz muy baja, mientras tomaba su saco y su cartera y se dirigía hacia la puerta, me miraba con el rabillo del ojo, creo que ansiando que haga algo para detenerla. Me quedé quieto y callado hasta escuchar la puerta del ascensor. Miré por la ventana como se tapaba la boca mientras esperaba un taxi, el que al fin llegó. Luego vi achicarse el taxi mientras avanzaba y cruzaba el puente, pude ver sus mechones rubios y ensortijados mecerse con el viento hasta que desapareció.

Esta creo que será la última vez que la veré. Hasta nunca K.L.

MAURICIO ROZAS VALZ


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