Mañana cumplo 47 años. Nada
queda en común entre el inocente niño de la foto y el hombre cansado que
escribe estas líneas. 43 larguísimos años separan una entidad de la otra. 43
larguísimos años en los que sucedieron –literalmente- miles de cosas, desde sucesos
aparentemente banales -pero que en su momento fueron importantes-, y otros que
retumban en mi memoria y en mi corazón como bofetadas de realidad y que oponen
férrea resistencia al olvido y a formar
parte del pasado (el cual ha sido satanizado como algo que debería de olvidarse
por principio).
Hace algunos años,
resolviendo ‘La Frase Secreta’ de la revista Caretas, al final de un agotador ejercicio de memoria salió la
frase: ‘Ya me empieza a sobrar un poco de
pasado, tanto que ya no sé dónde meterlo ni qué hacer con él… ‘ . Hoy,
dicha frase cobra mayor sentido que la primera vez que la leí… y es que,
contrario a lo que la mayor parte de gente suele pensar y las frases que se
suelen repetir como viejos estereotipos: ‘La vida pasa volando’ o ‘qué rápido
pasa el tiempo’… yo pienso todo lo contrario, y no lo digo por la pretenciosa
tendencia de marcar siempre una diferencia con el común… para nada. Lo digo en
serio. La vida me parece extremadamente larga. La sensación del tiempo
transcurrido desde que tomé conciencia que habitaba este mundo es que ha sido
demasiado, que me siento cansado, agotado, desgastado y envejecido; que las
bienintencionadas y cariñosas frases como: ‘que sean muchos más’ o ‘que Dios te
dé muchos años más de vida’ me aterrorizan, me angustian, me preocupan y me
entristecen. De solo pensar que podría vivir 20, 30, o (lo que sería peor)… 40
años más, me da infinita pereza, me da temor y me invade una angustia
espantosa; pienso que sería demasiado.
No tengo la sensación del
‘parece que fue ayer’ cuando recuerdo con claridad meridiana mi primer día de
clases en el colegio, en esa suerte de presidio de color gris por fuera y verde
agua por dentro. Recuerdo la desgarradora sensación del destete, de la primera
vez que giré la mirada en 360 grados y no miré ni a mi madre ni a mi padre ni a
mis abuelos ni a mis tías, es decir, que no miré a nadie que me pudiera proteger
de los rostros extraños de otros niños y de unos hombres que vestían -unos
sotana y otros- traje, y de una mujer
espantosamente fea que vestía un mandil de color gris y que intentaba sonreírme. De
este suceso han pasado larguísimos 42 años. (Recuerdo también, la
indescriptible felicidad del último día en ese mismo lugar, luego de 11
interminables y tediosos años que parecían no terminar nunca).
Y bueno, para ser justos, si
le quitamos ese espantoso lugar llamado ‘colegio’ a mi infancia, por lo demás
debo decir que la pasé muy bien, que fui intensamente feliz y que nunca me
faltó calor de hogar ni tuve mayores carencias y tuve amor a raudales de mi
familia, empezando por mis padres, siguiendo por mis tías, mis abuelos y demás.
Y no solo eso, sino que además me divertí mucho. La pasé muy bien.
Mi adolescencia fue, creo,
la normal y corriente, similar a la de la mayoría de mis contemporáneos. Fueron
los duros tiempos de los años ochenta, marcados por la crisis económica, por la
inflación desgastante y por la carestía. Aprendimos a divertirnos y a pasarla
bien con lo poco que había disponible en el país. Pero además… y quizás como
compensación, bebí de las fuentes del amor sin medir ni racionar. Fueron épocas
en las que no era difícil enamorarse y ser correspondido, casi como ley de la
vida y en forma natural, sin estrategias ni esfuerzos… simplemente sucedía,
llegaba, se iba y volvía a llegar, estaba en el ambiente, se respiraba el amor
con poesía sin que sonara anacrónico y estrafalario.
A mi juventud y a mi adultez
las voy a poner en el mismo saco, pues no se contraponen. La adultez es un buen
comodín, ya que encaja bien al lado de la juventud (como también de la vejez). Se
puede ser joven- adulto, tanto como adulto-viejo. Ya a partir de estas líneas
se empiezan a mezclar las etapas y la cosa se va poniendo fea. La vida se
empieza a prolongar y a hacerse cada día más agotadora. Podemos sentirnos en un mismo día: jóvenes,
adultos y viejos, siempre en relación a terceros y a las circunstancias. Es en
esta -particularmente larga y dolorosa- etapa, que el cuerpo empieza ha presentar
fallas con mayor frecuencia y nuestra resistencia a las malas noches y a los
excesos se ve mermada sustancialmente. La tolerancia para con nuestros errores
empieza a desaparecer, ya nadie nos dice: ‘te servirá de experiencia’,
‘aprenderás’, ‘tienes mucho por delante’, ‘puedes comenzar de nuevo’… estas frases ya no
son para nosotros; fueron reemplazadas por: ‘ya no estás para esos trotes’,
‘debería darte vergüenza seguir con esas cosas’ o ‘ya estás más que
grandecito’.
Pero bueno, finalmente -y
como una suerte de compensación a los dolores inherentes de la etapa que hoy me
toca vivir-, debo decir que siempre me he resistido a ver el amor con eso que
llaman ‘madurez emocional’, que no es otra cosa que una cobarde renuncia que
implica quedarnos resignadamente al lado de quien –sabemos- que ya no nos
quiere. No es mi caso, felizmente. Jamás me quedaré a lado de nadie por
comodidad ni por temor a envejecer solo, ni hablar. Tengo vida interior,
felizmente.
Mañana cumplo 47 y eso no me
hace feliz. Ya dejó de ser gracioso. Tampoco quisiera morir mañana, pero no me
seduce la idea de que sean ‘muchos más’. Me da una pereza infinita. Insisto, la
vida es muy larga, demasiado larga.
MAURICIO ROZAS VALZ