Sucedió hace poco más de
tres años. Me llamó para saludarme por mi cumpleaños (siempre lo hacía,
religiosamente). No sé si alguna vez
estuvo enamorada de mí, sinceramente me parece que no, al menos nunca lo
percibí así, pero creo que ninguna mujer -descontando a mi madre- me había querido
tanto, me tenía una devoción y admiración exageradas y que lograba avergonzarme
porque nunca creí merecer algo así, mucho menos corresponder. Llegué a sentirme
espiritualmente pobre, ya que a pesar de haber amado más de una vez en mi vida,
nunca sentí por nadie la idolatría que ella me profesaba.
En aquella llamada me
invitaba a cenar, me dijo que tenía algo que contarme y además una sorpresa,
siempre contenta, siempre graciosa. Creo que eso también nos hacía tan distintos,
ella siempre andaba muy contenta y de buen humor y yo casi nunca. Nació para
soportar durísimos golpes sin perder la sonrisa; golpes que para mí hubieran sido devastadores.
En fin, quedamos para vernos al día siguiente, ya que esa noche yo ofrecía una
fiesta en casa, a la cual, ella, por supuesto que no había sido invitada.
La noche siguiente fuimos a
cenar a un restaurant en Barranco. Me regaló una fragancia carísima, me contó
que la habían ascendido en su trabajo y que estaba muy contenta. Luego yo le
conté de mi vida, siempre perturbada pero no menos llena de sueños, de algunas
desventuras amorosas y una que otra dolencia, lo que ella escuchaba con su
eterna y dulce sonrisa acariciándome las sienes con la ternura de siempre. Es
curioso, nunca nos habíamos besado en los labios y mucho menos nos habíamos
acostado, siendo ella particularmente atractiva, nunca logró despertarme esos
deseos. Bebimos varios vinos, salimos
del restaurant y compramos una botella más para beber en el auto escuchando música
frente a su casa, ambos disfrutábamos mucho ese ritual, acabado el vino me abrazó, me dio un beso en
la mejilla derecha y bajó del auto muy contenta (a veces, confieso con vergüenza que tenía
gestos y actitudes crueles con ella para que se resienta conmigo, nunca pude
conseguirlo).
Fueron muy pocas las veces en
todos esos años que yo la llamé; siempre lo hacía ella. Nunca la incluí en una
lista de invitados a las fiestas que ofrecía en casa por mi cumpleaños (extraños y crueles suelen ser los afectos, muchas
veces, mientras más alguien nos quiere, menos la tomamos en cuenta y viceversa).
Hace un año, justo el día de
mi cumpleaños desperté pensando en ella. Por equis circunstancias necesitaba de
su voz y de su risa más que nunca.
Dieron las cero horas y mi día pasó sin recibir su llamada; pensé que lo
haría al día siguiente, pero tampoco sucedió.
Era la primera vez en doce años que eso ocurría, imagino que la vida me
pasó la factura por mi gélida ingratitud, merecido que lo tengo.
MAURICIO ROZAS VALZ