La primera noche que ella durmió conmigo sentí algo extraño. Cerca de
las tres de la madrugada oí el lamento de un hombre en mi cuarto. A medida que
pasaban los minutos, aquel lamento se convirtió en llanto, suave pero
desgarrador. Me paré tratando de ubicarlo, cuando los ruidos de la calle
empezaron.
Quedé intrigado. La segunda noche, algo
asustado, tomé una pastilla para descansar mejor, y no escuché nada. La
siguiente noche no consideré necesario hacerlo. Nuevamente, cerca de las tres
de la madrugada empezó el lamento, pero esta vez era otra voz, el llanto era
diferente. Se trataba de otro hombre. Busqué en toda la casa, subí a la azotea
y no logré ubicarlo. No le quise comentar nada para no asustarla. Ella era muy
nerviosa, pero eran ya dos noches que no podía dormir y el asunto empezaba a
molestarme.
Durante tres noches más tuve que tomar
pastillas para dormir, costumbre que nunca me gustó y que además muy poco
necesité. La siguiente noche decidí no tomarla (llegué a pensar que estaba
enloqueciendo). No obstante, a la misma hora empezó el maldito lamento, y esta vez
era otra voz, distinta a las dos anteriores. No pude más y la desperté. Le
pregunté si escuchaba aquel desgarrador llanto. Se incorporó, me miró extrañada
y me dijo que no escuchaba nada, que yo estaba loco. Es más, me dijo que fuera
a ver a un psiquiatra.
El asunto había dejado de ser gracioso.
Decidí no tomar más pastillas y durante una semana no pude dormir debido a los
malditos lamentos de diferentes hombres, y ella durmiendo como muerta.
Una noche decidí esperar para buscar
detenidamente el origen de todo ese misterio. Efectivamente, llegaron las tres
y empezó otra vez. Busqué bajo la cama, abrí las puertas del closet, del
velador… y nada. Frustrado, decidí meterme a la cama y, al levantar las sábanas,
el quejido se hizo más intenso. Empecé a temblar y fui acercando mi oreja a su
cuerpo. El quejido se oía cada vez mas cercano, fui bajando hasta la altura del
pubis y lo sentí como un grito en mi oreja. Desconcertado, le bajé su adorable
calzoncito y el lamento se escuchaba como si el pobre hombre estuviera en la
mismísima habitación. Ella se despertó. Se enfadó muchísimo, me dijo que era un
pervertido, que si quería verla desnuda no tenía más que pedirlo.
Triste descubrimiento: en su vagina
penaban.
Son ya la tres de la madrugada, y en algún
lugar del planeta, algún pobre infeliz posiblemente esté escuchando mis
lamentos, entre otros.
MAURICIO ROZAS VALZ